Iván Heyn era subsecretario de Comercio Exterior del flamante nuevo gobierno de Cristina Fernández, militaba en La Cámpora (la agrupación de jóvenes kirchneristas creada por Máximo Kirchner), pero ese día se encontraba en su primera Cumbre del Mercosur, cuando decidió practicar un juego sexual conocido como hipoxifilia, o estimulación erótica a través de la semi estrangulación.
Para eso recurrió a su cinturón que ató al barrote del placard. El resultado es conocido. El llamado “economista callejero” falleció estrangulado hace ya diez días, a los treinta y cuatro años, dejando a una novia y el dolor de la Presidenta, a quien le costó recuperarse.
Con los días se comprobó la tesis de la hipoxifilia, que también practicaba Michael Hutchence, vocalista de INXS, quien hace catorce años moría estrangulado a una edad muy similar a la de Heyn. Pero no es ésta la coincidencia que me importa, sino otra más perturbadora y banal, al menos para mí.
El economista vivía en mi misma calle, en Estados Unidos, pero a la altura del mil quinientos, en la parte más pituca o cheta del Barrio Constitución. Cuando la Presidenta informó de su domicilio, no lo pude creer, sobre todo porque ella le erró al barrio: dijo San Telmo, y si bien Estados Unidos se prolonga hasta allá y en dirección contraria hasta Boedo, la numeración, según corrigió diario Perfil, daba a Constitución.
La tarde de Navidad me encaminé hacia aquella altura. Para llegar desde mi departamento hay que cruzar la Avenida Entre Ríos, que es la continuación de Callao hacia el sur de Rivadavia.
Decidí eso sí dar un rodeo, así es que me metí por Chile (por estos barrios las calles con nombres de países abundan) y recordé que ahí, apenas llegué a Buenos Aires, habían encontrado el cuerpo de una mujer entre las bolsas de basura apoyadas sobre un árbol. La mujer resultó ser una madre, que había sido asesinada por su propio hijo.
Seguí mi camino casi sin mirar el árbol, con el bisbiseo de los petardos que a esa hora los niños lanzaban de todas partes de Buenos Aires; enfilé por Avenida Independencia, pasé por Editorial Planeta, doblé por Sáenz Peña y después de una cuadra ahí estaba. Justo entre una farmacia y un local de lotería, el edificio del economista.
Para mi sorpresa era una arquitectura antigua pero bien conservada y bonita. En la esquina había un bar, en donde imaginé a Iván Heyn con su novia, festejando su designación como subsecretario de Comercio Exterior. Cruzando la calle divisé un local de tango y en la vereda opuesta, un estacionamiento.
Por alguna razón continué bajando por Estados Unidos y llegué a la Academia del Lunfardo, casi esquina San José, a dos cuadras de Avenida 9 de Julio.
Si hubiera venido otro día habría encontrado la Feria del Libro Lunfardo y Tanguero, pero como era Navidad, estaba cerrada. Al lado de la Academia del Lunfardo estaba el Hotel Boquitas Pintadas, en el que, cuenta el mito, una vez alojó Lou Reed; hoy, sin embargo, se encuentra cerrado. No quise seguir bajando hasta San Telmo, o llegar a la casa que alguna vez ocupó el escritor Osvaldo Lamborghini, en calle Piedras. Regresé.
Cuando lo hice, volví a pasar por el edificio del economista y me quedé contemplándolo.
De verdad está bonito, pensé.
Cuando estaba por cruzar la calle y preguntarle al portero a cuánto estaban los arriendos, la cordura me llamó y volví tras mis pasos, realizando el mismo trayecto pero en dirección contraria: Independencia, Chile, hasta llegar nuevamente acá, en donde escribo esta suerte de nota necrológica.
Lo único que pienso en estos momentos es que suena paradójico que un “economista K” haya vivido en Estados Unidos.