18 oct 2011

El bar del ping pong

Por Corrientes y a la altura de Acevedo, en plena Villa Crespo, hay un bar que continúa conservando la porteña costumbre de estar abierto hasta las cinco o más de la madrugada.

El bar se llama San Bernardo. Su entrada es como la de cualquier bar viejo: con mesas y sillas de madera, con una barra antigua y un mozo calvo. Más allá hay mesas de pool y billar, y al fondo mesas de ping pong.

El bar está consagrado a uno de los fundadores de Atlanta, equipo del barrio que subió hace poco a la B Nacional. Aquella histórica noche estuve ahí, mirando cómo grandes y chicos, con la camiseta de sus amores, ingresaban y al llegar a la barra, donde estaba el administrador, ensayaban un grito que ahora se me escapa de la memoria.

El San Bernardo –así le dicen– lo conocí hace más de un año y medio. Hacía frío, o había llovido, una de dos, y al siguiente día junto a unos amigos emprenderíamos regreso a Chile, pero ahí estábamos, estoicos, aunque el más estoico era Matías Capelli que llegó en su bici.

Recuerdo que lo quedé mirando, asombrado, no tanto por ver a alguien en bicicleta, cosa que es común ver en Buenos Aires y en Santiago, sino por su valentía para soportar el frío o la humedad.

Pero no miremos pal lado: quien nos había convocado hasta ahí había sido Martín Gambarotta, un poeta que durante años se empeñó en vivir en Villa Crespo, como si ése fuera su territorio, su punctum. Aunque en este punto exagero. Sí, siempre lo hago. Más cuando estoy borracho; sin embargo cuando escribo estas líneas estoy sobrio, o trato de estarlo. Bah.

Bah, eso es lo que dije cuando la mesa se colmó. Ahora estaban Alejandro Rubio, Oliverio Coelho y nosotros tres, “los chilenos”, como le gustaba decir a Rubio. No sé quién lo propuso ni cómo surgió la idea, pero de pronto me vi jugando ping pong con “los chilenos”.

Nunca perdimos de vista nuestros vasos, que no eran de agua helada precisamente.
Tampoco recuerdo cómo fue el partido, o si jugamos uno en realidad.

Al volver a la mesa Matías, sonriendo, preguntó: ¿Y qué tal? Y uno de nosotros soltó un “la raja”. Después de las risas, mis compatriotas pidieron más tragos, pero yo, consciente de que al otro día tenía que levantarme temprano, me despedí.

En enero de este año volví a ir, y el San Bernardo estaba igual, con el mismo mozo calvo, que con pequeños gestos nos iba atendiendo. Pero hace seis meses, algo cambió. Martín me citó un sábado ahí y por primera vez noté un poco más de público juvenil. Luego, alguien dijo que los martes se hacían fiestas electrónicas. Ahí no pude más y fui.

La sorpresa fue grande, cuando al fondo del remodelado San Bernardo observé a varias decenas de chicos y chicas jugando ping pong, como si fuera algo normal hacerlo a la una de la mañana de un ¡martes!

Me acerqué y conversé con quien parecía ser su líder, un tal Lautaro, quien me contó que eran un grupo de Facebook.

Yo imaginé que el nombre del grupo era “amigos del San Bernardo”, o algo por el estilo, pero él me dijo que no, que se llamaba “ping pong” y que venían a eso.

¡Pero tan tarde!, exclamé, y Lautaro sin inmutarse respondió: esa es la idea, jugar ping pong en todas partes, a cualquier hora.

No pude seguir hablando con el supuesto líder: la música estaba muy fuerte y las chicas lindas que raqueteaban una y otra vez distraían mi atención.

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