Hay un bar en Rodríguez Peña con Sarmiento, justo en la esquina, se llama el bar Celta y tiene una placa al costado de su entrada que recuerda su fundación hace bastantes años.
A una cuadra de Avenida Corrientes, este bar se ha ido transformando rápidamente en menos de diez años. Y eso sorprende un poco, porque por lo general los cambios en los lugares de reunión en Buenos Aires no son tan drásticos.
Ahí está La Academia, un bar con billar a dos cuadras del Celta, que ha permanecido intacto desde que lo conocí hace cinco años. Cosa similar sucede con el San Bernardo, en Villa Crespo. Pero bueno, el San Bernardo es un tema para una crónica entera.
La primera vez que entré al bar Celta fue a finales del 2003, y Argentina recién despegaba de la crisis del 2001.
Quizá por eso yo me había animado y había “despegado” de Chile hacia acá, en compañía de una amiga.
Como el cambio era bastante favorable nos hospedamos en el Hotel Waldorf, que no era como el mítico Waldorf-Astoria de Nueva York, sino un hotelucho tres estrellas en el barrio de Retiro, en donde había muchos huéspedes rusos borrachos, que le ofrecían a mi amiga, en chapucero inglés, dinero por acostarse con ellos.
Aún Avenida Corrientes era el centro de las librerías de Buenos Aires, así es que luego de dar unas vueltas por ahí, encontrando joyitas y libros nuevos mucho más baratos que en Chile, tuvimos hambre y nos metimos por Rodríguez Peña. ¡Ahí estaba el bar Celta!
Por fuera tenía el aspecto que uno imaginaba de un restaurante típicamente porteño. El interior nos gustó más, la carta, huummm, pedimos unos ravioles, lo típico que uno ordena cuando es su primera vez en esta ciudad.
Conversamos con el mozo, bebimos cerveza Quilmes, en fin, hacíamos las de turistas, cuando a través de la mampara divisé a un chico descalzo -no habrá tenido más de dos años- que caminaba con los pies arqueados. El niño hubiera estado desnudo, a no ser por un pañal que lo cubría.
Se lo comenté a mi amiga que estaba de espalda a la escena, quien al darse vuelta vio aparecer a los padres, quienes vestidos humildemente perseguían al chico para que no fuera a cruzar la calle. Mi amiga se giró hacia mí y espetó: ¡Qué malos!
Algo nos pasó después de eso. Luego, incluso de explicarle a mi amiga y de recordar yo la crisis por la que pasaba Argentina. Caminamos hacia el sur, hacia el Congreso, y vimos varios locales de comida con la oferta de sándwich de milanesa a un peso.
La gente adentro de esos locales tampoco era mucha, me refiero a que por ese dinero uno hubiera esperado verlos repletos, pero no, al parecer tampoco había plata para eso, o tal vez los sándwiches eran muy malos, ¡vaya uno a saber! Y, como dije antes, algo nos pasó.
El 2010 volví a ir al bar Celta, y si bien la fachada se conservaba, aunque con retoques, el interior estaba renovado, en otras palabras se veía mejor. Pedí la carta y la cocina también había cambiado, ahora era internacional. Comí algo que no recuerdo pero que en cualquier caso era olvidable.
Hace unos días volví a pasar por esa esquina: el bar estaba cerrado y anunciaba otra remodelación, quizá otro dueño, pero su placa al lado del ingreso se mantenía intacta.
Pensé en este bar, en lo que había cambiado Argentina, y concluí que la historia de un país podía estar en un bar como éste.