Las orejas debían ser un asunto optativo, uno debería tener el derecho a decidir si se las pone antes de salir de casa o no, y se me ocurre que -junto a la bandeja que alguna vez alguien nos regaló , no supimos qué hacer con ella y finalmente la dejamos a la entrada para tirar las llaves- sería bueno tener una cajita rellena de mullido algodón para dejar ahí las orejas hasta el regreso.
Pero no puede ser, el mundo no es perfecto y , así, esta mañana salí con las orejas puestas y dos intenciones: la primera, caminar, preguntar, insistir con las preguntas hasta encontrar una panadería de las antiguas, con panadero gordo, vestido de blanco y sudoroso, al que saludar y decir “ por favor véndame uno de sus formidables panes de centeno”.
En España, salvo en pequeños pueblos y aldeas, la gente olvidó la costumbre de comer buen pan, ya no hay panaderos, la profesión dejó de enseñarse y todo el mundo se resigna a comer una masa pre congelada que nadie sabe de qué se hace ni si tiene fecha de caducidad, basura que se vende bajo el pomposo nombre de baguette, insultando con eso a los nobles panaderos franceses que a las seis de la mañana ya ofrecen sus verdaderos baguettes recién amasados y horneados.
La segunda intención era no dejarme arruinar el día con los comentarios que uno se arriesga a escuchar nada más que por andar con las orejas puestas.
No encontré ningún panadero y, resignado entré a un bar para tomar un café, evitando tocar otra mentira de micro ondas al que suelen presentar bajo la atroz castellanización de “cruasán”.
El café estaba bien porque salió de una máquina italiana, y en eso estaba, disfrutando de su aroma, cuando a mi lado se instalaron dos señoras de provecta edad, a simple vista las dos sumaban unos ciento cincuenta años y, en voz alta, casi a gritos, una de ellas empezó a quejarse porque la obligaban a abortar, agregando que menos mal que su santidad visitaría pronto España, y pondría en su lugar al asesino de Zapatero que obligaba a abortar a todas las mujeres españolas.
La otra, manifestó su acuerdo indicando eso sí que ella no pensaba abortar aunque la obligaran, y que su mayor preocupación era que el asesino de Zapatero obligaba a todos los españoles, sin excepción y de cualquier edad, a usar preservativos.
Las dos damas representativas de la cultura política española ordenaron cafés con leche y “madalenas”, otro extraño asunto con aspecto de kake inglés, pero que nadie sabe de qué se hacen ni cuantos años resisten sin descomponerse o endurecer en sus bolsas plásticas.
Luego de sorber ruidosamente, la antiabortista declaró que lo peor de todo -pero sin decir qué era ese todo- estaba en la presencia de esos moros y subsaharianos que venían a España nada más que a violar a todas las mujeres españolas para que luego el asesino de Zapatero las obligara a abortar.
La otra remojó su “madalena” en la taza y agregó que así era, en efecto, que había subsaharianos llegados de Ecuador, Perú y esos países que están llenos de negros acostumbrados a usar preservativos desde que nacen y vienen aquí con sus costumbres, los muy guarros, invitados por el asesino de Zapatero.
De los subsaharianos violadores pasaron a revisar la conducta delictiva de los moros y los argentinos, concluyendo en que ya no podían salir tranquilas a la calle, y que el asesino de Zapatero debía devolverlos a África.
Se aprestaban a disertar sobre las cosas raras que ahora hay en los supermercados, cosas que sólo les gustan a ellos y quién sabe si no son venenosas, cuando fueron interrumpidas por una mujer joven, bajita, de reluciente cabellera negra peinada formando una coleta, y de sonrisa impecable.
Las saludó llamándolas señoritas, con palabras bien moduladas y con el bellísimo acento de las ecuatorianas de la sierra. Las antiabortistas respondieron con un mohín de desprecio, pero ella, sin perder la sonrisa, les informó que, una vez terminado el aseo había echado a andar la lavadora y enseguida se iba a hacer las compras para la comida.
Una de las antiabortistas le entregó un billete de diez euros con la indicación de no olvidar los vales de cada compra.
La ecuatoriana se marchó deseándoles una buena misa, y apenas salió a la calle fue el tema de las dos señoras.
Así me enteré que esa subsahariana llegada de Ecuador con toda seguridad les robaba, porque esas eran las costumbres de los africanos, y además era una sin respeto pues se había atrevido a mencionarles algo de un contrato de trabajo, seguramente otra idea del asesino de Zapatero.
Y yo salí de ahí maldiciendo esta costumbre obligada de salir siempre con las orejas puestas.