Me gusta esto de tomar el tren y el subte al revés, es decir, por la mano izquierda. Es bien izquierdista en este país bastante facho. Y además, británico, en un país que… bueno, ustedes recordarán.
El subte que más tomo es el de la línea roja, que como los otros, tiene una letra que lo designa pero que nunca recuerdo. Es una línea fea y transpirada, y andando en ella se desmitifica rápidamente la visión chilena de que acá todas las minas son ricas (no son).
Cuando uno baja en invierno se arma una corriente de aire en la escalera que parece que te va a volar; si bajas en verano sientes un olor a humedad y pichí de gato que no se puede creer.
La línea celeste tiene carros de madera con asientos de madera y ventanitas de madera, parece un trolley como de paseíto.
La línea amarilla es nuevita y tiene estaciones como las que nosotros conocemos en Chile (básicamente: limpias). Todavía está en construcción y su color no es casualidad, considerando que Mauricio tiene tapizada la ciudad de éste, su color de campaña, que usa para toda obra pública (me tienen chato sus propagandas, pero es genial como se las vandalizan).
En el subte también hay kioskos, y algunos hasta tienen pequeños bolichitos de minutas y cervezas, lo que es genial considerando que están bajo tierra, y que acá se puede ingerir alcohol en la vía pública.
Y si bien no soy fan de la basura y el descuido, me gusta tanto que todavía las estaciones no estén llenas de monitores expeliendo tóxico ruido televisivo de videoclips malos y noticias añejas como en Santiago de Chile. La gente del Metro chileno cree que eso es moderno, y todavía no cacha que el silencio y pensar es mucho más.
Los trenes, por su parte, son lo más. Yo siempre he pensado que no tenerlos en Chile es una de nuestras mayores vergüenzas: un país largo y flaco que está casi diseñado para tener miles de líneas, no tiene siquiera una decente que lo recorra de punta a cabo. Es de no creerlo.
Acá, en cambio, esta pura ciudad-estado tiene como seis líneas internas, con sendas estaciones donde hay bares y kioskos y vida y acción. Todas tienen nombres de próceres locales, pero como se repiten con los billetes, monumentos y calles, las confundo por completo, excepto dos.
Dependiendo de la línea, los trenes son más o menos bonitos, funcionales, y hasta peligrosos. El clásico ferrocarril oeste es bien popular y a veces asaltan a la gente los chorros del lugar. También atropella a un par de parroquianos de vez en cuando, y hay que evitarlo de noche o con el compu en la mochila.
La línea Urquiza, más cheta y por el norte, está impecable, y siempre sube un señor a tocar tangos viejos y rocanroles clásicos sólo con guitarra de palo, y es buenísimo y todos aplauden al final de los temas. Ese tren me trae recuerdos de mi primera visita a esta ciudad, cuando vinimos con los Lucybell en el 98 a terminar el disco rojo (de ese recorrido son las imágenes del video “Flotar Es Caer”). Ahora una de sus estaciones está a dos cuadras de mi casa y es la que usé en mi primer trabajo acá.
La Línea San Martín, en cambio, está fea y carreteada; el tren huele a diesel y cuando llega a las estaciones baja el voltaje y es todo a media luz. Este es de los que se llenan mas a la hora del retorno a casa, y la gente va colgando de las puertas, experiencia que se ha transformado en mi favorita, y ahora espero que suban todos para irme sentado en los escalones.
Se siente el viento caliente y pesado que aquí es sinónimo de shuvia, y cuando deja atrás La Paternal bordea una visha que realmente es una bienvenida bofeteada de chocante realidad para acordarse que éste, a pesar de toda su fantochada y nuevos ricos y rascacielos y palermos hollywoods, es sólo otro país de Latinoamérica. Pero con trenes.