En los años sesenta, los jóvenes también salíamos a la calle a protestar.
Muchas veces nos enfrentamos con los carabineros y recorrimos en multitudinarias manifestaciones el camino desde nuestros locales universitarios hacia la Moneda.
Nos mojaba el “Guanaco”, deteníamos el tráfico, y gritábamos nuestras consignas libertarias a voz en cuello para que nadie dejara de escucharlas. Las motivaciones eran muchas: la injusticia social, el funcionamiento poco democrático de las universidades, las dictaduras que se instalaban en diferentes países hermanos, la solidaridad con Cuba y el Vietnam, la reforma agraria, etc.
En el horizonte se perfilaba el nacimiento de un mundo nuevo, e inspirados por los héroes del momento – el Ché Guevara, Fidel, los hermanos Peredo, Camilo, y tantos otros – estábamos convencidos de que con nuestras luchas algún día llegaríamos a influir poderosamente en las decisiones políticas ¿y, por qué no?, a tomar nosotros mismos las riendas del poder. No nos gustaba el mundo al que habíamos llegado y por eso queríamos cambiarlo.
Hoy día, aparentemente pasa lo mismo con los “encapuchados”. Pero esta sensación es superficial. La diferencia es abismal. Nosotros luchábamos a cara descubierta, porque estábamos orgullosos de nuestras causas. No teníamos nada que esconder.
Al revés, queríamos que se supieran con nombre y apellido nuestras “hazañas”, y en el momento de elegir a nuestros representantes, muchos puntos a favor los tenía el que había mostrado más valentía y más decisión en las luchas callejeras.
Hoy día los “encapuchados” esconden su rostro. Su causa – si es que existe alguna – es únicamente destructiva. No hay en ellos ningún verdadero deseo de cambiar las cosas. Son luchadores posmodernos, de un anarquismo nihilista que solo busca hacer daño.
Parecieran querer hacer estallar este mundo simplemente por desesperación, sin ningún propósito verdaderamente político. Si lo tuvieran, el cálculo más elemental los haría darse cuenta de que por el camino en que van, no podrán contar jamás con el apoyo de la ciudadanía. Por lo tanto, su acción resulta inútil, sin otra finalidad que la expresión de su rabia.
Lamentablemente, a pesar de la repulsión que su acción genera en la mayoría de los chilenos, tenemos que reconocer que estos jóvenes son “frutos del país”.
Han vivido la experiencia de una esperanza fracasada: por eso son moralistas desilusionados, que no creen en la justicia, porque ésta se mostró durante todo el período de la dictadura como un simple aparato de justificación de crímenes y atropellos.
No creen en los políticos, porque estos se olvidaron de los principios que predicaban justo en el momento en que se instalaron en la administración del Estado; los ven enredarse en disputas inútiles y agresivas, y mostrando una avidez demasiado impúdica por el poder, interesándose más por el votante que por el ciudadano.
No creen en la Iglesia, porque ella contrapone a su discurso moralista y conservador, conductas oprobiosas en su seno, que para más remate se han intentado ocultar.
No creen en el discurso patriótico de los militares, porque estos no cumplieron su deber frente a la patria y además de traicionar sus juramentos, mataron, torturaron y robaron.
No creen en los gobiernos, porque han visto sucederse unos y otros sin que la desigualdad y la injusticia social cambie un milímetro: prometen y prometen sin solucionar verdaderamente los problemas de los que aseguran, se van ocupar. La sociedad les predicó valores morales, políticos, religiosos y sociales a los que después ella misma no respondió como había prometido hacerlo. Eso genera desazón, indignación, desesperación.
En este cuadro entonces: ¿Qué tiene de extraño que aparezcan estos “encapuchados”, que solo desean mostrar que les importa un bledo la sociedad en que viven y los discursos que escuchan?
De ahí que sean parásitos de cualquier reivindicación que haga salir a la gente a las calles.
Puede ser un partido de football, un motivo ecológico, la celebración de una efeméride o una protesta estudiantil. No tienen causa.
Lo que quieren es poner de manifiesto su rechazo a esta sociedad, sin proponer nada a cambio. No luchan por una sociedad más justa o por un mundo mejor.
Simplemente no creen en nada. Y por eso, como reiteradamente lo han afirmado los ministros del Interior, se parecen mucho a los delincuentes, con la diferencia de que estos últimos pueden esgrimir en su favor la necesidad de sobrevivir, la cesantía, la pobreza sin remedio y la utilidad que puede reportarles su acción.
Y aquí viene el eterno discurso edificante que ofrece soluciones: lo que falta es cultura, se trata de deficiencias educacionales, si hubiera más multicanchas en los barrios estas cosas no sucederían, falta una buena política represiva…
Tengo malas noticias. Es nuestra sociedad la que genera estos fenómenos anómalos y lamentablemente se necesita mucho, mucho tiempo, para cambiarla.
De modo que no aleguen tanto y acostúmbrense a los “encapuchados”.
Nosotros mismos los hemos inventado y serán parte del paisaje hasta que nuestras instituciones recuperen su prestancia y hasta que lo que digan las palabras se acerque un poco más a la realidad.