Uno de los buenos propósitos – entre los tantos que tuvo José Weinstein durante su ejercicio como Ministro de la Cultura – fue el de traer a Chile a Jorge Semprún.
Como yo en esa época era su asesor, me correspondió tomar contacto con el escritor y hacerle la invitación. Lo llamé a su casa en Paris y me atendió de inmediato muy amablemente. Hablamos bastante rato, porque me pidió que le explicara el interés que podía tener para nosotros una visita suya a Chile, país del que conocía solo generalidades.
Finalmente, mis razones lo convencieron y me explicó que no pondría exigencias económicas, pero que su vejez exigía viajar en buenas condiciones y, además, acompañado de su mujer. Le manifesté nuestro agradecimiento por el esfuerzo que iba a hacer y le agradecí su buena voluntad. Quedamos en que lo llamaría de nuevo una vez que tuviera clara la agenda y las especificaciones de su viaje.
Trasmití esta buena noticia a los encargados de organizar la producción del viaje, indicándoles lo que debían hacer y me puse a contactar a las diferentes organizaciones universitarias y culturales que participarían en esta visita.
Cuando tuve todo listo, volví a llamar a Semprún. Me atendió de muy mala manera, anunciándome que no viajaría a nuestro país. Me explicó que había recibido un pasaje en clase turista y un correo de un funcionario explicándole que el Ministerio no estaba en condiciones de hacer más gastos, por lo que se le solicitaba pagarle el pasaje a su mujer.
No podía creer lo que estaba escuchando y como no tenía ninguna explicación que darle, avergonzado, le pedí perdón por el mal rato y corté el teléfono. Nos quedamos sin esa visita por culpa de la estupidez de un funcionario torpe e ignorante.
Esa fue mi primera vergüenza en relación con Semprún.
La segunda fue la semana pasada, cuando me enteré de su muerte y pude constatar que ningún periódico nacional, ningún noticiero de televisión, ninguna revista, ni ningún órgano de información, incluyendo revistas culturales, Internet, etc. mencionó siquiera una sola palabra sobre su muerte, acaecida en Paris el martes 7 de junio.
Su fallecimiento fue noticia durante toda la semana pasada en los principales diarios españoles, franceses, argentinos y mexicanos, con recuerdos y homenajes de los más importantes políticos e intelectuales de esos países.
Zapatero se refirió a Semprún como “uno de los mejores demócratas de Europa y España”.
Sarkozy, por su parte, lo señaló como “uno de los grandes actores de la época trágica, pero deslumbrante, de la historia intelectual y literaria”, y Vargas Llosa lamentó su muerte como “una pérdida que vamos a sentir mucho todos, los españoles, los franceses, la Europa en la que creyó”.
Semprún, fue uno de los intelectuales más lúcidos del siglo XX, jugando además un importante rol político coronado con su designación como Ministro de la Cultura de España (1988-1991) durante el periodo del Gobierno de Felipe González.
Ignorado en Chile (país donde la ignorancia reina sin contestación) nació en Madrid en diciembre de 1923, vivió casi toda su vida en el exilio, primero en Holanda donde su padre era Embajador y después, a partir de 1939, en Francia.
Durante la guerra, en 1942, se afilió al Partido Comunista y entró en la Resistencia.
Fue tomado prisionero en 1944, torturado por la Gestapo y enviado a Buchenwald, donde sobrevivió a duras penas hasta el fin de la guerra como preso Nº 44.904.
Sus memorias sobre la experiencia de Buchenwald están entre las más dramáticas y de mayor valor humano y literario que hayan sido escritas. Hace solo unos años visitó por última vez ese campo de concentración, recordando a los niños judíos que fueron llevados desde Polonia entre los cuales había dos futuros premios Nobel, ImreKertész y ElieWiesel.
De vuelta a España durante el franquismo, vivió clandestinamente con el nombre de Federico Sánchez y se opuso valientemente al stalinismo hasta que fue expulsado del PC por haber enfrentado la línea dura de Santiago Carrillo.
De vuelta a Francia siguió luchando por la vuelta de la democracia en su país, hasta el término del régimen de Franco.
Su obra literaria se compone de novelas (Autobiografía de Federico Sánchez) y testimonios autobiográficos (El largo viaje, Viviré con su nombre, morirá con el mío). Son importantes también sus guiones de cine, como los escritos para Alain Resnais (La guerra ha terminado y Stavisky), para Costa Gavras (Zeta y La confesión), para Ives Boisset (El atentado y El caso Dreyfus) y para Joseph Losey (Las rutas del sur), entre otras.
No hablaré de sus premios literarios, de su colaboración con Sartre, ni de sus entrevistas y opiniones en diarios y revistas de primer nivel. Por disposición suya, su ataúd se cubrió con una bandera de la República española.
¿Merecía entonces una mención en nuestra prensa su muerte? Difícil. Tendría que haberse dejado de lado a la Quenita Larraín o a Pamela Díaz, o al escándalo de Valdivia y Angie Alvarado.
Habría que haber dejado de lado el viaje de Carolina de Moras a Isla de Pascua en compañía de su nuevo amor. ¿Y qué decir de la pelea de Gustavo Pradenas con Miguel Piñera?
¿Y nos vamos a quedar sin enterarnos de los últimos robos de cajeros automáticos? ¿O de la banda que robaba jardines infantiles? ¿O de la camioneta que chocó en Matucana? ¿O de la niñita que nació con tres orejas? Imposible. Los medios nacionales no pueden renunciar a eso. Tienen que seguir propagando la barbarie
¡Qué vergüenza!