Existen algunos municipios en el país que sistemáticamente han impulsado iniciativas de participación ciudadana. Uno de ellos es Peñalolén quien en su última edición del presupuesto participativo, el domingo 10 de Junio, logró convocar un número importante de ciudadanos en la votación de proyectos que se ejecutarán con fondos del presupuesto participativo.
Para ser justo, hay 32 municipios más que han implementado esta iniciativa y más de una decena que están vigentes y que lo han logrado sostener por más de 3 años consecutivos, superando incluso el porcentaje de participación ciudadana alcanzado por Peñalolén.
Entre ellos cabe mencionar a La Serena, Quillota, San Antonio, Negrete, Lautaro, Pitrufquén, Purranque, Río Negro, Puerto Montt.
Quiero graficar en estos municipios, la silenciosa realidad participativa que se vive en el nivel local y que configuran “buenos casos” de un estilo de Gestión Municipal Participativa que puede servir de base para iniciar procesos de fortalecimiento democrático desde lo local. A pesar de su convicción y entusiasmo, la realidad política, institucional y social chilena, le pone a estos municipios más obstáculos que facilitadores para su desarrollo, lo cual termina por excluir e invisibilizar dichas iniciativas ¿Cuáles son los obstáculos que deben vencer para lograr sostener estos procesos participativos?
Primero, deben luchar contra una cultura política conservadora que prevalece en “nuestros líderes políticos tradicionales”, quienes observan más con distancia/desprecio que con admiración/convicción este tipo de mecanismos.
Se refieren frecuentemente a las innovaciones participativas como una “bonita práctica”, “digna de imitar” (pero en otro lado).
Esta elite, que en definitiva es la que debe legislar para cambiar los diseños institucionales, no cree en procesos profundos de participación y empoderamiento ciudadano, ya que parten de la base ideológica que en la democracia representativa la participación esperada y deseable de los ciudadanos se reduce a que tomen parte en discutir y votar a los líderes políticos, pues son estos los que deben ser activos y tomar las decisiones públicas, no necesariamente el ciudadano.
Bajo este supuesto, para ellos resulta natural que los ciudadanos asuman un rol pasivo durante el mandato del gobernante, situación que se revierte cuando debe elegirlo, ya que ahí se debe volver activo.
Por eso es que para nuestros clásicos gobernantes, -de fondo doctrinario ultra representativista-, las iniciativas como los presupuestos participativos u otras no valen nada, dado que lo importante se juega en otra parte y con distintos códigos.
El segundo obstáculo lo constituyen los múltiples prejuicios técnicos y políticos que deben derribar alcaldes y equipos técnicos antes de comenzar a instalar sus procesos participativos.
Entre otros prejuicios, deben luchar contra argumentos como que la participación ciudadana es sinónimo de populismo, derroche de plata, renovación de clientelismo.
Es verdad que algunas experiencias de participación ciudadana impulsadas por municipios han sido sinónimo de ello. Pero a pesar de aquello, los municipios que se han tomado con relativa seriedad este tipo de procesos, han logrado demostrar que no se provoca caos político, no se produce ineficiencia fiscal, ni mal uso de recursos.
Por el contrario, los pocos recursos que se asignan a decisión vinculante con la ciudadanía han sido eficientemente usados, mejorando ostensiblemente indicadores de rendición de cuentas de organizaciones sociales en algunos municipios, como por ejemplo, Lautaro, Pitrufquén, San Antonio.
El tercer obstáculo es el diseño institucional. El relato “participativista” en estos municipios entiende la gestión municipal como un proceso tecno-político para hacerla de manera eficiente, eficaz y con calidad, pero en un contexto donde existen espacios vinculantes y permanentes de participación, que van desde la información, consulta, decisión, llegando hasta el control ciudadano de la propia gestión.
Esta idea no encuentra un correlato con el diseño institucional, dado que no se reconoce la participación vinculante de ciudadanos en el proceso decisional de políticas públicas, ya sea regionales o sectoriales.
No hay marcos organizativos que promuevan en el conjunto de actores los beneficios colectivos que se derivan de la participación y que ofrezcan incentivos necesarios para que se impliquen en ella. Las iniciativas que hoy se observan en el debate, -algunas ya aprobadas por el congreso-, contienen un carácter consultivo y muchas de ellas literalmente harán retroceder a municipios que a pesar de muchas limitaciones, han avanzando de manera mucho más sólida en materia de participación ciudadana.
El cuarto obstáculo lo representa la escasa autonomía de la sociedad civil. La característica principal de este fenómeno, es que la oferta de participación del municipio determina la dinámica social que se da en esos espacios.
La sociedad civil y la ciudadanía que toma parte en estos procesos de participación, no es capaz de profundizar estos espacios que podrían encaminarla a modificar las estructuras sociales de reproducción de la desigualdad política ante el representante.
Como no hay una demanda proactiva de participación u ocupación de espacios públicos desde la sociedad civil, la oferta municipal se impone por sobre la inexistente demanda social.
Dado estos obstaculizadores, las iniciativas de participación ciudadana se mueven en la periferia de la política, están excluidas del interés político real, se vuelven casi un slogan.
Para evitar que la participación ciudadana efectivamente se transforme en un instrumento de renovación de liderazgos clientelares, sería conveniente impulsar reformas participativas mirando nuestras propias experiencias, mejorando sus errores, potenciando lo bueno, porque tenemos buenas experiencias, otra cosa distinta es que sobren y estén invisibilizadas.