Vivimos un cambio de época marcado por los efectos de la globalización y la influencia creciente de la revolución digital.
Hoy, las tecnologías de la información y de las comunicaciones han permitido el surgimiento de redes sociales al margen o más allá de las estructuras de los partidos políticos y de las instituciones del Estado.
Ello ha ocurrido en países árabes, europeos y en América, donde frente a crisis de índole económica, social o política, los sectores descontentos o los “indignados”, se han organizado con gran eficacia en redes sociales.
De esta forma plantean no solo sus reclamos, sino que sus propias alternativas de solución, exigiendo cambios a los poderes institucionales a través de masivas movilizaciones. Incluso, como ha ocurrido en países árabes, esto ha generado la caída de gobiernos dictatoriales que por décadas sojuzgaron a sus pueblos.
Están los que claman democracia y libertades en los países árabes; los indignados en España y otras naciones de Europa que protestan contra la crisis económica y las medidas fiscales restrictivas o de austeridad que han adoptado los gobiernos; los indignados en Estados Unidos que culpan a las entidades financieras de ser responsables de la crisis económica que vive ese país. Y los estudiantes chilenos que exigen educación pública gratuita y de calidad.
Los reclamos de los indignados en Europa y Estados Unidos son contra la vigencia de las economías neoliberales y sus efectos sociales.
Los jóvenes y enormes sectores de capas medias de la sociedad se rebelan contra las desigualdades que provoca el sistema financiero, atribuyéndole a su movimiento un fundamento de índole moral.
Los indignados en Estados Unidos proponen acortar la brecha entre ricos y pobres y reivindican, adicionalmente, los derechos ciudadanos, la democracia y la protección del medioambiente. La intelectual canadiense Naomi Klein señaló recientemente que los manifestantes demuestran “que no se trata solo de un pequeño grupo de jóvenes indignados con el poder económico de Wall Street, sino que lo está toda la sociedad”.
Ellos se organizan utilizando las modernas tecnologías de las comunicaciones a través de las cuales han construido nuevas relaciones de poder -como afirma Manuel Castells-, poder que compite con los partidos políticos, con los Gobiernos y con los Parlamentos, debilitando la democracia representativa tradicional y la capacidad organizadora de la pluralidad ciudadana que ha correspondido hasta ahora casi plenamente a los partidos políticos.
Lo anterior significa que hoy el poder comienza a repartirse de manera distinta entre sociedad civil y la sociedad política.
Como recuerda el sociólogo Ernesto Ottone, a partir de la reflexión del politólogo italiano Stefano Rodotà, “además de las fragilidades endógenas, un enorme remezón llegó a través de la globalización que impuso una nueva forma de democracia, la doxocracia o democracia de la opinión pública, en la que la voz de los ciudadanos puede alzarse en cualquier momento y desde cualquier lugar para formar parte del concierto cotidiano”.
McLuhan decía, ya en los años 60, que es la tecnología la que modifica la subjetividad de las sociedades. La base tecnológica de la nueva forma de funcionamiento de la democracia, de la emergencia de nuevas ciudadanía, está dada por el paso de la comunicación análoga a la digital.
Del predominio determinante de la televisión, y sobretodo de la TV satelital, que dotó a los seres humanos de cualquier lugar del planeta de un nivel de información como nunca antes en la historia de la humanidad, entramos hoy a la era digital donde la comunicación deja de ser vertical, deja de ser de pocos a muchos, espacio análogo que constituía también el escenario privilegiado de las cosas e instrumentos de la política.
Hoy se trata de la comunicación de muchos a muchos, como la llama Castells, y que entrega a cada persona la posibilidad de ser receptor y emisor.
La forma de comunicar deja de ser un espacio más de la política y se transforma en el espacio donde se ejerce la política. Ello debilita, sin duda, el rol de la intermediación de todas las instituciones que fueron características en la democracia.
Los ciudadanos se auto convocan, emiten sus propios mensajes, fijan agendas, condicionan a los parlamentos y a los gobiernos, lo cual coloca en tela de juicio e invisibilizan la acción de los partidos y de los parlamentos, que aparecen actuando en una sintonía distinta a la de la sociedad, y que sin embargo han sido y son columnas vertebrales del sistema democrático.
La democracia está cada vez más marcada por esta nueva forma de ciudadanía y los partidos, parlamentos y demás instituciones, están obligadas a adecuarse a estos fenómenos con mecanismos cada vez más abiertos que respondan a las exigencias de protagonismo participativo de la sociedad civil.
Junto a ello, las nuevas tecnologías cambian los tiempos de la política y de la propia democracia representativa y esto no puede no afectar al trabajo parlamentario que tiene sus tiempos y donde el debate y la búsqueda de acuerdos es la base de su actividad.
El juicio ciudadano se forma hoy en una óptica nueva determinada por la velocidad de las comunicaciones y quisiera que los parlamentos respondieran a sus aspiraciones en ese ritmo.
Se trata de una sociedad más exigente y más informada, convencida que los parlamentarios y los políticos corresponden a una casta privilegiada de la sociedad que se ha separado de ella y por la cual no se siente representada.
Asistimos, además, a una pérdida de densidad de la política y a una fuerte personalización de ella.
Castells explica que el mensaje, más que ideología o proyecto, tiende a ser hoy el personaje mismo.
La propia adscripción de los electores a los programas se debilita y una enorme masa de ellos fluctúa entre una y otra alternativa, de pronto de sectores ideológicos y políticos muy distintos en su contenido, viendo qué ofrece cada cual, con menos sujeción al plano ideal y mucho más a la oferta de corto plazo del candidato.
El elector le cree o no al candidato más que a la oferta programática del partido que representa.
Hay, por tanto, un cambio en la política. El fenómeno de la desideologización y la crisis de las utopías han terminado con las claves interpretativas de la realidad y con las propuestas que anunciaban sociedades superiores.
Hoy la política es pragmática, radicada en el presente, como si fuera inamovible, y con insuficientes proyectos de futuro si consideramos las demandas crecientes de la sociedad, lo que la hace aún menos atractiva.
Se observa claramente un retraso cultural de la política para comprender e interpretar los nuevos fenómenos. Los políticos nos hemos quedado atrás ante la magnitud de las demandas aspiracionales de distintos sectores sociales.
Hay, en cierta medida, más radicalidad y liberalidad cultural en la sociedad que en estratos importantes de la política y de los políticos.
Dar respuesta a las aspiraciones parciales de distintos sectores sociales requiere de renovados proyectos de país que las haga viables.
Requiere de más y mejor Estado, con capacidad reguladora sobre la economía y de defensa del ciudadano frente a los innumerables abusos del mercado.
El ciudadano se siente desprotegido y por ello la demanda de un Estado que además de proteger los derechos y las libertades se haga cargo de garantizar para el ciudadano un conjunto de bienes que le permitan vivir con dignidad y realizarse según sus capacidades.
De allí la necesidad de fortalecer a la política y a los partidos políticos para atender a las demandas ciudadanas; y es preocupante que tengan tan bajos niveles de confianza por parte de la ciudadanía.
Este descontento responde sin duda a las aspiraciones sociales no atendidas, a las formas elitistas y auto referenciales con que operan los partidos e instituciones, a los escasos espacios de participación que la ciudadanía tiene en las decisiones, y, también, en las prácticas contrarias a la probidad que generan un fuerte repudio de la opinión pública que tiende a generalizarlas.
Es necesario, por tanto, renovar la calidad de la política y de los partidos políticos y este proceso debe ser permanentemente porque el sentido de la época se expresa en el cambio, el cambio como lo permanente, lo certero en un mundo líquido, lleno de sorpresas e incertidumbres.
Los sondeos de opinión demuestran que la mayoría de los ciudadanos valora la democracia y a las instituciones de la democracia, pero están descontentos con la forma como ella se ejerce y sus logros.
Recomponer la fractura entre instituciones de la democracia y ciudadanía pasa por más y mejor democracia y hoy las nuevas tecnologías permiten que la ciudadanía sea consultada fácilmente, que se escuche su voz, que se creen canales de expresión de ida y venida.
Para ello debe haber voluntad política y esto aún no se observa en una clase política acomodada en las viejas prácticas y que funciona en una sintonía análoga.
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