Hace algunos años, en un trabajo de corte académico, me preguntaba por las posibilidades de fortalecimiento de la ciudadanía en Chile, en el contexto de un modelo de desarrollo generador de tanta desigualdad.
Mi respuesta de ese entonces tenía un problema de circularidad: para fortalecer la capacidad de expresión ciudadana se requieren espacios de diálogo y participación más equitativos (en poder y recursos), pero para generar esos espacios se requiere de una ciudadanía más activa, que interpele al Estado y los privados, formulando demandas y “ofreciéndose” para co-gestionar el desarrollo.
Detrás de esta imbricada relación hay algunos connotados intelectuales, como W. Kymlicka o P. Pettit, teóricos del republicanismo, que defienden los principios de la libertad como no dominación –estar libre de la interferencia arbitraria de otros-, del autogobierno y de la virtud cívica, como principios fundamentales para la construcción compartida del bien común entre el Estado y sus ciudadanos.
Dicho en otras palabras, mucha desigualdad inhibe la participación activa de la sociedad civil en los asuntos públicos, pues es demasiada la diferencia de recursos (materiales y simbólicos) entre los distintos actores. Pero sin la participación activa de la sociedad civil en los asuntos públicos es poco probable que se termine con la desigualdad, porque quienes ejercen el poder político y económico en forma exclusiva, no tienen incentivos para modificar tal orden de cosas.
Han pasado algunos años de esa reflexión.
Hoy vivimos una suerte de despertar de la ciudadanía, que se levanta frente a la forma en que se han venido aplicando políticas en el ámbito de la educación o el medioambiente, sectores en que se han enarbolado las reivindicaciones más emblemáticas en el último tiempo y que parecieran ser la punta de lanza de una crisis más profunda.
Lo que se cuestiona es justamente, la legitimidad de un modelo inequitativo en resultados y oportunidades, tanto en lo político -sistema binominal-, como en lo socioeconómico, siendo hoy la educación, regulación laboral, ganancias del retail, y mañana salud o sistema previsional, por ejemplo.
Este despertar de la ciudadanía va acompañado de un reconocer y exigir derechos. En el caso del movimiento estudiantil, la serie de demandas apela al derecho a una educación gratuita y de calidad que, dicho sea de paso, se encuentra consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ratificado por Chile en 1989.
Los estudiantes no sólo están demandando derechos.
A través de sus representantes, participan activamente para exigir al gobierno ser parte de las decisiones que se tomen en torno a la educación pública en Chile. Estamos ante una expresión de responsabilidad social y de revalorización de la ciudadanía política y las condiciones de igualdad requeridas para su ejercicio.
La pregunta es qué ocurrió para que, sin modificarse las condiciones objetivas de desigualdad que se supone inhiben el ejercicio ciudadano, la ciudadanía chilena despertara del letargo.
Ya en la primera revolución pingüina del 2006 había quienes dentro del propio gobierno explicaban lo que ocurría por el “error” que habría cometido la Presidenta Bachelet al declarar el suyo como un “gobierno ciudadano”.
Pero el escenario político actual es otro y la movilización continua, crece y se extiende.
Hay quienes lo atribuyen a que este es un país con ideas predominantemente de izquierda, que no podía sino levantarse contra las ideas de un gobierno de derecha. Pero lo que observamos no es una oposición articulada contra las políticas de este gobierno, sino un movimiento más o menos difuso que se levanta contra un modelo de larga data.
Prefiero inclinarme por otra hipótesis: el malestar y la rabia acumulada en la experiencia cotidiana de la inmensa mayoría de los chilenos endeudados, mal tratados, mal atendidos, mal formados, termina por imponerse y transformarse en sensación de injusticia cuando nos enteramos de las ganancias de bancos, Isapres o casas comerciales y tantas otras inequidades.
No se necesitaba más que un par de buenos liderazgos, capaces de canalizar ese descontento y pasar de lo específico –la educación- a lo general –el sistema y el modelo de desarrollo-, para dar inicio al innegable (y muy bienvenido) proceso de transformación en curso y del despertar ciudadano.
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