Hace unas semanas vi la película El Club y escribí una columna. Ya que otras personas me hicieron dudar de mi interpretación fui a verla por segunda vez. En las dos oportunidades el fin me pareció terrible, pero espléndido. Sin embargo, me retracto de mi primer juicio: no se puede afirmar muy fácilmente que Sandokán, la principal víctima de los abusos sexuales de un sacerdote, sea “Cristo”. En la película –reconozco ahora- no hay un clavo suficientemente fuerte para colgar este cuadro. Aun así, hay en él insinuaciones de redención que no se pueden descartar.
El Club, sí, es una crítica feroz y definitiva a la institución eclesiástica. Esta aparece como perversa en el caso de los sacerdotes (pues todos son delincuentes, pedófilos, homosexuales mal asumidos o han estado metidos en líos sórdidos) o es encubridora (ya que la dirigencia eclesiástica procura que no salga a la luz o no se juzgue penalmente a tales sacerdotes). Toda la crítica se concentra en los responsables de una religión gobernada por una jerarquía que tapa los problemas del clero y de un pietismo hipócrita.
La historia se desarrolla en La Boca (al sur de Santo Domingo), en una casa dispuesta por la jerarquía eclesiástica para albergar a un grupo de cuatro y, eventualmente, más sacerdotes que deben ser escondidos.
La “comunidad” es regida por una ex monja santurrona, Mónica, que se ha rehabilitado a sí misma con su función de carcelera y que no está dispuesta a que este centro de oración, penitencia y redención se acabe.A ella esto es lo único que le queda en la vida.
El cura García, un jesuita que viene a investigar la muerte del sacerdote Matías Lazcano -este, el quinto sacerdote recientemente enviado a la casa-, representa a la institución eclesiástica que ha decidido tomar cartas en el asunto de los abusos: él es la “iglesia nueva”. Pero no. Él viene a cumplir una función de la iglesia de siempre, la institucional, la “santa” que no puede tolerar que se sepan sus pecados y que tiene los medios para autoabsolverse. Tras todos los episodios del drama, García, bajo la amenaza de Mónica de dar a conocer lo que ocurre en este lugar si él, el interventor, cierra la casa, deja todo tal cual.
Pero en adelante se habrá creado una situación increíble. Los habitantes de este centro de penitencia y conversión tendrán que vivir con Sandokán, la víctima, y difícilmente sabremos cómo será esa convivencia. Lo único claro es que la institución eclesiástica, por el momento, logra desactivar una bomba que ha podido explotarle en la cara.
Sandokán es el personaje principal. Es un miserable terriblemente dañado por Matías Lazcano, un cura pedófilo, desde que lo recogió de un hogar para niños pobres, lo hizo su acólito y su abusado sexual del modo más denigrante imaginable.
Sandokán ha venido siguiendo a Lazcano gritándole las aberraciones sexuales que padeció de su parte, pero también ligado a él para siempre, pues dice deberle mucho y admirarlo. Sandokán tiene, a pesar de todo, una alta estima de “los curitas” y desearía vivir siempre cerca o con ellos. Pero la llegada de Lazcano a la casa, y Sandokán detrás de él vociferando sus barbaridades, pone en peligro a todos los demás. El grito del inocente es una amenaza contra todos los sacerdotes que viven allí. Tratarán de eliminarlo de dos o de tres maneras distintas, pero no logran hacerlo.
García es un personaje sumamente extraño. Es un funcionario fiel a la institución capaz de cualquier cosa por salvarla. Se insinúa una participación suya en uno de los intentos de asesinato de Sandokán, pero después él mismo lo recoge del suelo, lo carga sobre la espalda, lo cuida y se encarga de su protección; parece interesarse efectivamente por investigar y convertir a los sacerdotes que interroga, procura poner orden y cerrar la casa si con ello desbarata la amenaza que esta significa para la jerarquía, pero al final conjura este peligro sin que sea eliminado Sandokán sino integrándolo a la “comunidad”. La víctima amenazante es absorbida.
En la obra no se dan bastantes elementos para creer que Sandokán sea Cristo, aunque García al momento de curar sus heridas le besa los pies como suele hacerse con el Cristo crucificado en Semana Santa; aunque el mismo García entone el canto litúrgico del Cordero de Dios al final del film.Esta puede ser perfectamente una ironía del director, Pablo Larraín. No queda claro.
Pero ya antes de este canto de cierre, Sandokán en la nueva vida que se le ofrece aparece por única vez con el rostro despejado y limpio, en el que destacan las heridas del intento de linchamiento (¿el resucitado con los estigmas de la crucifixión?). Vivirá otra vida. En ella será sujeto de respeto. Él mismo deja claro que necesita una lista interminable de remedios. Habitará en una pieza solo del primer piso.
¿Qué decir del conjunto? No podemos hacer caso omiso de que este film es estrenado en Chile en tiempos de una de las mayores crisis de confiabilidad en la historia de la iglesia chilena. ¿Debe entenderse que los sacerdotes sean todos desgraciados? En el film sí lo son por diversas razones: Vidal (pedófilo), Silva (ex capellán militar), Ortega (derivador de neo-natos) y Ramírez (no se sabe qué, pero se encuentra allí por algo). En estos casos, y en todos los casos que hemos conocido en el país los últimos años, el hecho de que los protagonistas de los abusos sean sacerdotes agrava el daño cometido.
¿Debe entenderse que la jerarquía eclesiástica chilena encubrió abusos y delitos? Lo ha reconocido ella misma. Esto, precisamente, debe considerarse un principio de esperanza. La iglesia chilena ha sido estremecida –como solo ha ocurrido con la iglesia irlandesa- en razón de abusos, indolencias, denegaciones de justicia y encubrimientos. Sin embargo, ha reaccionado.
Hace poco ha sacado nuevos protocolos para proteger a los inocentes y ha sancionado a culpables. Pero esto no basta. Mi impresión es que ha faltado caer en la cuenta de lo atroz que puede ser para los católicos confiar en sacerdotes que pueden o han podido abusar de ellos. No es impresión solo mía, que no hay suficiente conciencia de que el Pueblo de Dios exige de los obispos una confiabilidad por encima de lo normal y que es humillante tener que soportar como pastores a quienes deberían dar un paso al lado.
Es de esperar que los católicos, especialmente los sacerdotes, vean esta película. Estos debieran considerarla un aporte a una toma de conciencia que aún no llega al fondo sobre la ambivalencia de su oficio. Pues es muy grave que el abuso sobre una persona sea cometido por alguien que pretende representar a Dios mismo. Y mucho más grave aún que quienes pueden hacer justicia a las víctimas de estos abusos, descarguen otra vez la culpa sobre ellas mismas o se las arreglan para que el escándalo no salpique a la institucionalidad eclesiástica.
En “El Club” no se nos ofrece un clavo suficientemente fuerte para sostener uno de los films más impresionantes sobre Cristo. Hay buenas razones para pensar que todo acaba en el horror y la desesperanza.Pero los que quieran ver la película con los ojos de la fe tendrán que recordar en Sandokán al Cordero: él experimenta cierta redención y su convivencia futura con quienes han tratado de matarlo constituye también para ellos un principio eventual de redención.