“Hay gente que quiere echar abajo al gobierno, ese es un hecho”, dijo Carlos Larraín, presidente de RN, en las horas en que se producían disturbios callejeros en Santiago y otras ciudades a raíz de las movilizaciones estudiantiles del jueves 4, lo que coincidió con la difusión de la encuesta del CEP en la que Sebastián Piñera obtuvo 26% de aprobación y 53% de desaprobación.
Larraín es imprudente al hablar así. Es el presidente del partido al que pertenece el propio mandatario, y al aludir a la posibilidad de una ruptura institucional lo que hace en realidad es generar incertidumbre en la población y dañar la imagen de Chile en el exterior.
Si su deseo era ayudar a Piñera, éste tendría motivos para decirle “no me ayude, compadre”.
No hay fundamentos para una afirmación tan desaprensiva como la de Larraín. Es cierto que hay conflictos y tensiones en la sociedad chilena, demandas diversas, reclamos más o menos válidos, lo cual es expresión de una sociedad abierta, en la que las personas tienen conciencia de sus derechos.
Pero también es cierto que, pese a todo, las instituciones funcionan razonablemente bien.
Las controversias políticas son duras, pero ello no impide que se produzcan acuerdos entre el gobierno y la oposición. Un ejemplo elocuente es que la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad, el miércoles 3, la creación del Ministerio de Desarrollo Social, que reemplaza a Mideplan y concentrará todos los programas sociales del Ejecutivo.
Las expresiones tremendistas no sirven en esta hora, en la que necesitamos que prevalezcan la racionalidad y el diálogo, que es la única vía de solución de los conflictos en un régimen democrático.
En el caso de las reformas educacionales, lo que corresponde es que el debate se traslade al Congreso, donde las organizaciones estudiantiles seguirán teniendo espacio para opinar.
¿Hay sectores partidarios de crear una situación de caos y desgobierno? Es posible, pero son minoritarios.
Los hemos visto en acción, encapuchados, convencidos de las “propiedades mágicas” de la violencia hasta que esta se vuelve en su contra. No hay que despreciar su capacidad de perturbar nuestra convivencia.
Frente a esos grupos, y cualquiera que sea su signo ideológico, sólo cabe reafirmar la obligación del Estado de defender las libertades y los derechos del conjunto de la población.
La democracia tiene derecho a la autodefensa.
Dicho lo anterior, se justifica la preocupación por el hecho de que el Presidente pierda credibilidad y autoridad tan aceleradamente. Es negativo para la marcha del país. Y ningún dirigente político responsable puede desear que las cosas se deterioren al punto de que se desate una crisis política.
La gobernabilidad es un bien que necesitamos defender entre todos. Es de esperar que La Moneda ponga de su parte para mejorar el clima político y favorecer los consensos con la oposición.
Los excesos verbales erosionan nuestra convivencia. Los dirigentes de la Confech deberían valorar que hoy tienen la posibilidad de organizarse, expresar sus puntos de vista libremente, realizar manifestaciones de diverso tipo, transmitir sus opiniones a través de la prensa, la radio y la TV, entrevistarse con ministros y otras autoridades, etc.
La mayoría de ellos nació cuando el país se había sacudido de la dictadura y, por lo tanto, carecen de elementos de comparación respecto de lo que hoy tenemos.
Esto lo aprecian mejor quienes fueron dirigentes estudiantiles en los años de Pinochet, cuando todo era difícil y estaba en juego la propia vida. Los tiempos han cambiado, afortunadamente.
Es deseable, entonces, que los líderes universitarios no desprecien la democracia recuperada hace 21 años, y que entiendan que la paz, la libertad y el derecho son los requisitos de la lucha por una sociedad más igualitaria.
Necesitamos fortalecer la presencia ciudadana en todos los ámbitos. Que los partidos jueguen un rol de orientación de los ciudadanos, que el Congreso legisle eficazmente, que todas las instituciones se oxigenen y sean capaces de impulsar las reformas que han madurado en la educación y en otras áreas. En suma, necesitamos una democracia más viva, más receptiva y por supuesto más eficiente.
Hablar de que se quiere “echar abajo al gobierno”, como lo hizo Carlos Larraín, constituye una expresión desorbitada, que no mide las consecuencias.
Es preferible no convocar a los fantasmas y, en cambio, poner buena voluntad para que entre todos construyamos un Chile más justo.