Frente a los problemas que aquejan a la Iglesia por causa de los abusos sexuales que han protagonizado sacerdotes, es conveniente establecer de modo riguroso qué se les reprocha y tratar de entender las causas de estos hechos.
En primer lugar, es bueno recordar algo que se ha dicho en estos días: lo moralmente condenable en estos casos no tiene que ver con eso que se ha llamado incorrectamente “las preferencias sexuales”.
La verdad es que la sexualidad se decide muy al margen de los deseos y decisiones de los individuos. Se trata de una circunstancia en la que cada ser humano de pronto se encuentra, al descubrirse un ser sexuado.
No es por lo tanto una “preferencia”, sino una condición, un destino, una situación que se descubre y ante la cual poco puede hacerse para orientarla en otro sentido que aquél que de pronto se revela en cada uno de nosotros.
Por eso mismo, por su carácter más de destino que de elección, no es justo condenar a alguien por la modalidad que adopta su sexualidad, por más que no sea esta la que caracteriza a la mayoría, o por más que ella nos repugne por no ser la nuestra.
Lo condenable está en lo que la sexualidad tiene de acto libre, es decir, en el modo en que puede darse el paso al acto. Todos los seres humanos tienen impulsos sexuales de distinto tipo, y cada uno debe arreglárselas para darles curso sin avasallar al otro.
Lo que le acaba de ocurrir a Strauss-Kahn en Nueva York es aleccionador en este punto.Su gusto por las mujeres es comprensible. Que intente violarlas es impresentable.
Lo mismo ocurre en el caso de los curas.
Sus inclinaciones, cualquiera que estas sean, si se quedaran en la pura sensualidad íntima, no crearían problemas. Es el paso al acto lo que se les reprocha. ¿Y por qué?
Porque tanto en uno como en el otro caso, se ha buscado la posesión del otro sin su consentimiento o con un consentimiento forzado.
La sexualidad aceptable es la que tiene lugar con la aceptación mutua de los que entran en el juego. El verdadero amor busca la posesión del otro, pero por la entrega libre, no por el uso de un poder que lo obliga.
¿Para qué sirve un amor que hace al otro dependiente, que lo violenta, que lo esclaviza?
En el paso al acto entonces está lo repudiable, cuando este tiene lugar bajo la forma de un poder desigual, cualquiera que sea su modalidad erótica.
Y es que en todas las relaciones humanas hay un juego de poderes: el más fuerte físicamente tiene poder sobre el más débil, el inteligente tiene poder sobre el más lerdo, el rico tiene poder sobre el pobre, el que tiene influencias tiene poder sobre el que no las tiene, por lo tanto, todas las relaciones humanas son necesariamente desiguales.
De ahí que el que hace uso ilegítimo de la parcela de poder que tiene, para someter al otro en cualquier sentido, comete un “abuso de poder”. En el orden sexual, es en el uso de un poder para obtener los favores del otro – sea este un poder violento o un poder “espiritual” – donde se encuentra lo repudiable, lo moralmente inaceptable.
Los sacerdotes tienen un poder espiritual sobre sus feligreses que en los casos denunciados ha sido utilizado para seducir al otro, lo que ya es de por sí suficientemente inmoral. Pero, además, en el caso de menores de edad, se duplica la falta pues hay una utilización del doble poder que les da su condición de pastores y la de adultos, para engatusar a los niños y transformarlos en objetos de satisfacción de sus deseos. Esa es entonces la razón del universal repudio hacia la pederastia y en particular hacia la que ha tenido lugar en la Iglesia.
¿Por qué ha ocurrido esto? Algunos han pretendido exculpar a la Iglesia afirmando que se trata de un problema que abarca toda la sociedad y que no sería privativo de esta institución.
Eso es falso, porque no puede desconocerse el hecho de que la Iglesia Católica ha predicado durante siglos doctrinas que buscan reprimir la sexualidad y apartar a los hombres de su corporalidad.
Este rechazo a la sensualidad expresado en llamados a la virginidad antes del matrimonio, a la abstinencia y a la castidad ha generado en muchos una suerte de neurosis que se expresa en conductas sexuales distorsionadas y depravadas.
La sensualidad reprimida busca formas desviadas de manifestarse y estos llamados a apartarse de ella no hacen otra cosa que darle una importancia extrema, llamando la atención en forma desproporcionada sobre un aspecto de nuestra vida frente al que corresponde tener una actitud más libre y serena.
En muchos casos, son los propios sacerdotes los que con estas prohibiciones y vigilancias fijan la atención de los jóvenes en la sexualidad, cuando ésta aún ni siquiera ha despertado en ellos. Pretendiendo impedir que caigan en el “pecado”, los empujan de cabeza en él.
Si en lugar de predicar este odio a la sensualidad se hablara con reconocimiento de la maravillosa posibilidad que ésta nos abre, de seguro que se lograrían formas más realizadas de vida íntima en las que la culpa y el demonio estarían excluidos.
Y hasta los curas – ¿por qué no? – participarían de esta fiesta.
Nuestra sociedad sería más sana y más feliz, porque reconciliada con el cuerpo podría recuperar la serenidad en materias sexuales. Y nos acercaríamos a los ángeles, cuya inocencia no nace de la represión, sino de la capacidad de volar libremente por todos los caminos de la vida.