Don Quijote nunca le dijo a su escudero: “Ladran Sancho (Panza); señal que cabalgamos”. No hay, en la novela de don Miguel de Cervantes y Saavedra, ningún pasaje donde se lea esa frase. Sherlock Holmes jamás exclamó: “Elemental, mi querido Watson”. Esa réplica no aparece ni en los cuentos (56) ni en las novelas (4) que escribió Arthur Conan Doyle, el creador del mítico detective. Charles Darwin no creía que el hombre descendiera del mono. Nadie encontrará semejante idea en “El origen de las especies”, ni en “La descendencia del hombre”.
La guillotina no fue inventada por Joseph – Ignace Guillotine, y éste no fue decapitado durante la Revolución Francesa. Murió en 1814, de carbunclo en un hombro.
Dalila no cortó los cabellos de Sansón. La Biblia (Jueces 16:19) dice que fue “un hombre”.
En 1492, no se creía que la Tierra fuera plana. Dos milenios antes, Pitágoras había descubierto que era esférica. Cuando Colon partió del puerto de Palos, hacía 1.732 años que se conocía hasta la circunferencia: Eratóstenes la había calculado en 40.000 kilómetros y (hoy se sabe con precisión) es de 40.046 kilómetros y 400 metros.
Hay verdades que por sabidas se callan y por calladas se olvidan. Hay falsedades que, de tan repetidas, tornan dudosa la misma verdad. Es un fenómeno de error y negación: primero se desacierta por ignorancia; luego se toma lo falso por verdadero, y por último se desarrolla una resistencia a la verificación. Quien asegura que Dalila cortó por si misma los cabellos de Sansón, no recurre a la Biblia porque detesta ser desmentido.
Sucede aun y hasta el día de hoy con la realidad circundante del terror, porfiado y feroz como irracional, y de cómo reaccionar frente a él en el contexto de un estado de derecho postmoderno, y en forma legítima: Aristóteles es el primer expositor de la politicidad natural del hombre y su célebre sentencia “el hombre es un animal político” (zoon politikon) tiene un alcance y una proyección no siempre bien comprendida. Es frecuente encontrar en las traducciones de su libro “La Política”, la locución “animal social” en lugar de “animal político”.
A Aristóteles no le faltaban en su idioma vocablos suficientes para expresar la sociabilidad del hombre si su propósito sólo hubiere sido ese. Por el contrario para Aristóteles, en la citada obra, lo privativo del hombre no es el appetitus societatis, tan común a todos los seres espirituales y animales, sino que su manera de convivir con sus semejantes en esa forma de asociación tan concreta que fue la polis (la ciudad-estado). Es decir, el hombre no puede vivir en sociedad sin forma de organización política, y por tanto de ordenamiento jurídico legítimo que fije derechos y obligaciones para sus asociados, las que de no cumplirse se hagan cumplir coactivamente.
Según aquel “sólo una bestia o un dios puede vivir fuera de la polis”, entendida esta última como forma de organización en que intervienen tanto la razón como la coacción (la fuerza), y que por lo primero excluye a los seres inferiores, y por lo segundo a los que son superiores.
Para vivir fuera de la polis es necesario ser menos que un hombre (una bestia a la que no podemos aplicarle la razón y si la fuerza) o más que un hombre (un dios, al que no podemos aplicarle la fuerza y si la razón). Es así como el ámbito natural de la vida del hombre es la polis (el Estado), pues solo a él se le puede tratar por la razón y la fuerza y de este modo, llegar a ser el que en principio y potencia es.
Sin ambigüedades: “por la razón y la fuerza”, y aristotélicamente, todos debemos ser tratados, en un estado de derecho post-moderno: terroristas y pacifistas, creyentes y librepensadores, ciudadanos y barbaros (extranjeros), occidentales y orientales. Sabia divisa de nuestro escudo patrio, redactada, por cierto, por Aristóteles hace miles de años atrás.
No faltara el funcionario que se consuele diciendo: “Elemental, mi querido Watson”, “el Hombre desciende del mono”.