El masivo y sorprendente rechazo a HidroAysén constituye una manifestación evidente que la ciudadanía chilena no tolera ya más que una ínfima elite segregada continúe apropiándose de recursos que pertenecen a todos. Más encima sin pagar.
Sin tomar en cuenta el rechazo abrumador a la continuada apropiación privada de bienes públicos, el Gobierno ha anunciado a renglón seguido la venta de lo que queda de propiedad pública en las sanitarias y la termoeléctrica de Tocopilla. Sacan mal las cuentas si piensan que la ciudadanía los dejará proceder impunemente. El horno no está para bollos.
El abrumador rechazo a HidroAysén no se origina solamente en el indiscutible daño ecológico que el proyecto representa, principalmente para la región de Aysén pero asimismo a lo largo de la línea de transmisión que se extenderá como una cicatriz por el territorio nacional.
Ciertamente, quienes rechazan el proyecto no pretenden que el país pueda desarrollarse sin energía. Tampoco están manifestando una incomprensible preferencia por otras formas de generar aquella, varias de las cuales tienen evidentemente un impacto ecológico aún peor.
Lo que la ciudadanía rechaza principalmente y con indignación, es el hecho que los mismos de siempre procedan una vez más a explotar recursos naturales que nos pertenecen a todos y de los cuales se han apropiado.
A nadie escapa tampoco, el hecho que la demanda de energía proviene en buena medida de empresas mineras ubicadas en el otro extremo del territorio, que a su vez explotan un recurso natural de propiedad pública y del cual asimismo se han apoderado. En ambos casos sin pagar, además, escudados en leyes implantadas por una dictadura criminal.
Lamentablemente, los gobiernos que le sucedieron durante la llamada transición a la democracia procedieron en esta materia con un entreguismo vergonzante.
Olvidaron su compromiso programático de revisar las privatizaciones de Pinochet y derogar la legislación que las amparó.
Muy por el contrario, la aplicaron de manera entusiasta, procediendo a privatizaciones aún más masivas y onerosas en lo que respecta a recursos minerales, sanitarias y otras concesiones. Es uno de los motivos principales de la descomposición interna de la Concertación, que condujo a su derrota en la última elección.
Ahora, el gobierno de Piñera pretende privatizar lo que le resta a CODELCO en la termoeléctrica de Tocopilla y a CORFO en las sanitarias, ambas privatizadas parcialmente durante el gobierno del Presidente Frei Ruiz-Tagle.
Ni siquiera requieren como antes la aprobación del Parlamento, gracias a una concesión del gobierno del Presidente Lagos a los EE.UU. durante la negociación del TLC respectivo, que consistió en dejar las futuras privatizaciones al solo arbitrio del Presidente de la República.
En un alegato que hubiese deleitado a Tartufo, el ex Mandatario le reprochó a Piñera utilizar ahora esta facultad ¡Promulgada por él mismo!
Se trata de la primera venta de una parte del pedazo del cual es dueño CORFO en las sanitarias: Aguas Andinas, la más grande del país. CORFO o sea, Chile, participa en 4 sanitarias: con 34,98% de las acciones de Aguas Andinas S.A., del 29,43% de Esval S.A., del 43,44% de Essbio y del 45,46% de Essal. Juntas, componen 66.7% de los 4.3 millones de clientes en el país.
Y todo ocurre porque el presidente Piñera dice que el agua de Chile es parte de “inversiones pasivas prescindibles” y por ende, se deben vender.
Ya no pueden esgrimir la necesidad de fondos para la reconstrucción, puesto que el inflado precio del cobre y el reciente recorte del gasto fiscal han generado un enorme excedente presupuestario.
La pregunta es: ¿por qué la derecha quiere deshacerse no solo de un patrimonio estratégico chileno sino además, un activo que arroja ganancias? ¿Porqué un gobierno supuestamente de empresarios no aprecia la importancia y conveniencia de mantenerlos en propiedad del Estado?
La respuesta a esta pregunta apunta al corazón del principal problema nacional: la hegemonía en la elite económica y social chilena no la tienen los auténticos empresarios capitalistas sino los grandes rentistas.
Lejos de ser lo mismo, son muy diferentes los unos de los otros. Lamentablemente, la hegemonía de los últimos resulta nefasta para la economía y la sociedad.
Los empresarios de verdad saben bien que la forma más efectiva de incrementar sus ganancias consiste en innovar constantemente, manteniendo una ventaja sobre sus competidores mediante la producción de bienes y servicios cada vez mejores a costos cada vez más bajos.
Comprenden asimismo perfectamente que lo esencial para ello es contar con una fuerza de trabajo altamente calificada y estable, a la cual por lo mismo no pueden remunerar inadecuadamente o tratar de modo abusivo.
Los rentistas en cambio, no son en verdad capitalistas, sino terratenientes o corporaciones que se han apropiado de recursos escasos que aquellos requieren para producir bienes y servicios y por acceder a los cuales están dispuestos a pagarles una renta. En esencia, los rentistas son parásitos de los capitalistas.
Precisamente por este motivo, los economistas liberales auténticos, desde Adam Smith a Paul Samuelson y Paul Krugmann, han sido enemigos declarados de los rentistas.
Lo mismo sucede con los principales medios de comunicación vinculados al empresariado industrial mundial, por ejemplo, el diario británico Financial Times o el New York Times.
Todos ellos han defendido con insistencia la legitimidad y conveniencia que el Estado se apropie de los recursos naturales y capture él mismo la renta respectiva, de modo de nivelar la cancha para todos los verdaderos capitalistas.
De esta manera, se elimina el inmenso subsidio implícito que representa la renta de los recursos naturales a las industrias basadas en los mismos. Se evitan de este modo las enormes distorsiones que ello genera, de las cuales una no menor es precisamente la sobre explotación de los mismos.
Todos los países desarrollados – donde la hegemonía reside en los capitalistas de verdad – han aplicado más o menos consecuentemente estas recomendaciones.
En la mayoría de ellos el Estado maneja directamente las principales empresas de servicios básicos, incluidas las sanitarias, las vías de transporte y ciertamente la energía.
En absolutamente todos ellos, el Estado captura de modo significativo la renta de sus principales recursos naturales. Gracias a ello son países industriosos cuya riqueza se sostiene principalmente sobre una fuerza de trabajo altamente calificada y ocupada principalmente en la producción de bienes y servicios, la que el Estado protege y estimula.
En este país se hace todo lo contrario.
Los recursos naturales simplemente se regalan. Como resultado de ello, según el Comité de Inversiones Extranjeras, la mitad de las inversiones materializadas desde 1974 a la fecha, han ido a parar a solo dos sectores, minería y energía, que en conjunto ocupan menos del uno por ciento de la fuerza de trabajo.
De acuerdo a la Corporación de Bienes de Capital, en las inversiones programadas para el periodo 2011-2015, dicha proporción sube ¡a tres cuartas partes! Según la misma fuente, en el primer trimestre del 2011 ambos sectores concentraron ¡más del noventa por ciento de las inversiones!
En otras palabras, a diferencia de los países capitalistas desarrollados, los grandes inversionistas en Chile no obtienen sus ganancias de una fuerza de trabajo calificada, estable, razonablemente bien remunerada y tratada con cierto respeto, ocupada en la producción de bienes y servicios.
Acá obtienen la mayor parte de las mismas de los tesoros con que la naturaleza bendijo a esta tierra, que en sus manos se han transformado en una maldición.
Acá no se produce nada significativo, a excepción de bienes basados en recursos naturales, los que exportamos con escasa elaboración. Importamos todo lo demás.
Hay muy pocos trabajadores en la industria, en cambio una cantidad desproporcionada labora en el comercio y los servicios, incluyendo las finanzas. Somos parecidos a Arabia Saudita, incluida una casta segregada que es dueña de todo.
De este modo, la fuerza de trabajo acá no vale nada. Por este motivo, desde el golpe militar se la ha mantenido cesante en más de un ocho por ciento en promedio, según estadísticas oficiales y el resto del tiempo en trabajos precarios y mal remunerados.
Por esta razón, la cacareada preocupación de la Derecha por la educación es de la boca para afuera.
En los hechos, bajo su orientación se ha desmantelado uno de los mejores sistemas de educación pública de América Latina, que hace cuarenta años tenía matriculados en establecimientos gratuitos y de buena calidad a una proporción mayor de la población que la que hoy estudia en los establecimientos públicos y privados, a todos los niveles.
Felizmente, no hay mal que dure cien años ni pueblo que lo aguante.
Tras décadas de saqueo descarado, se volverá a imponer la sana ética republicana: como dice Eduardo Galeano ¡La cosa pública no se toca! ¡Ni el papel secante!