Sobre el desierto de Atacama, a bordo del avión presidencial, Ricardo Lagos se ve obligado a interrumpir un animado diálogo con ministros y congresistas. “Me llama Chávez”, se excusa. Y al tiro, como dicen los chilenos, se refugia en la recámara. Es un espacio modesto, con un escritorio, la butaca principal y, enfrente, dos para invitados. Los monólogos del presidente bolivariano suelen ser agotadores.
Esta vez, desde París, se limita a agradecerle la gestión conciliadora del canciller chileno, Ignacio Walker, con la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, para atenuar el conflicto entre Venezuela y los Estados Unidos, persistente durante el gobierno de George W. Bush.
Falta poco para aterrizar. Lagos comienza a creer en los milagros: la comunicación con Chávez no ha durado más de cinco minutos. Un récord. Nos guiña un ojo, complacido.
Abordamos después un Hércules C130 de la Fuerza Aérea chilena rumbo a El Salado, pueblo terroso y aislado en el que va a inaugurar una planta de tratamiento de cobre. Es el jueves 10 de marzo de 2005, la víspera de su quinto aniversario en el Palacio de La Moneda (sede del Gobierno) y el día después de la resolución de otra crisis en Bolivia. Estalla, esta vez, por la ley de hidrocarburos.
En varias ocasiones, Lagos me cuenta que intenta convencer a Bush de que le convendría proponer una agenda positiva para la región en lugar de concentrar sus críticas en Venezuela.
En el aire, mientras el canciller Walker cabildea en Washington respaldando la candidatura del ministro de Interior chileno, José Miguel Insulza, como futuro secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), merodean las sospechas sobre el apoyo de Chávez en Bolivia al diputado opositor Evo Morales, líder aymara del Movimiento al Socialismo (mas), en momentos en que el mandatario de ese país, Carlos Mesa, intenta superar la crisis que ha creado, o recreado, con su renuncia irrevocable, rechazada por el Congreso.
En la intimidad, Lagos duda del desenlace. Procura evitar una exaltación de nacionalismo en Bolivia, siempre contraproducente. Por canales diplomáticos, le ha transmitido a Mesa el consabido compromiso con la democracia y las instituciones.
Algo más, menta, se habría prestado a malentendidos, sobre todo desde que el gobierno de ese país ha reavivado el reclamo de una salida al mar para Bolivia, deuda histórica de Chile desde la Guerra del Pacífico, entre 1879 y 1883.
A Lagos, consciente de las dificultades de Mesa para afirmarse en la presidencia, asumida de apuro por la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada a causa de un nuevo conflicto por el control de los hidrocarburos, poca gracia le causa que un dilema añoso ocasione tensiones.
Tantas tensiones ocasiona como la irregular provisión de gas a Chile desde la Argentina. Su presidente, Néstor Kirchner, acepta una imposición de su par de Bolivia, mientras negocia la compra de gas de ese país para consumo interno: “ni una molécula” debe cruzar los Andes. Es una provocación innecesaria y gratuita.
Lagos no responde. En ese viaje por Atacama, impresionante desierto que converge en el océano, parece más dispuesto a quedarse que a irse de La Moneda. Le pregunto, tres años antes, qué lleva en los bolsillos: “Mira”, empieza a palparse. “Una carta que me entregaron hoy día. La llave con la que abro mi casa.
Si no está la empleada, me dejan fuera. Tengo también, no sé por qué, el documento de identidad. Un poquito de dinero, porque nunca se sabe. Y una peineta (peine) no obstante mi pelo”. Es una humorada: su cabellera es más bien escasa.
Nada ha cambiado en los bolsillos de Lagos, pero, superado largamente el ecuador de su gobierno, sabe que pronto volverá a poblarlos. Me dice ahora que ha pensado en dos candidatas para sucederlo, y que ambas son “espléndidas”.
De regreso, en Santiago, tras cerrar con Kirchner el capítulo de desencuentros por la provisión del gas, se ve forzado a definirse por una de ellas antes de las internas de la Concertación, alianza que gobierna Chile desde el final de la dictadura militar hasta 2010.
Se vale de un eufemismo: “No me cabe duda de que el presidente Eduardo Frei debió de haber votado por el senador Adolfo Zaldívar, su colega democristiano”; alude a las internas en las cuales él obtuvo su candidatura presidencial en 2000.
Es, en realidad, un guiño a una socialista como él, Michelle Bachelet, marcada por la dictadura militar como él, en desmedro de Soledad Alvear, democristiana. Ambas han sido miembros de su gabinete.
Es, a su vez, el epílogo de aquello que, en un diálogo que mantenemos a solas, Lagos define como el broche de su gestión: “Uno, la mejora clara de los indicadores económicos y la sensación de que el país va en la dirección correcta; dos, que la gente entendiera cuál es el modelo, la visión de desarrollo que queríamos imprimir en estos seis años de gobierno”. Bachelet, a diferencia de él y Alvear, no ha trabajado “toda la vida” para ser presidenta de Chile ni milita, dentro del Partido Socialista (PS), en su fracción.
Ella permanece expectante. Es la favorita para las elecciones presidenciales del 11 de diciembre de 2005, mientras la derecha chilena, representada durante seis años por Joaquín Lavín, encuentra al final del camino una voz discordante en otro candidato, el empresario Sebastián Piñera, ganador en el siguiente turno. Es una voz que, por quebrar el coro solista de ese sector, beneficia a Bachelet, resuelta la interna de la Concertación por la deserción de Alvear, la otra candidata “espléndida”.
Bachelet está en vías de convertirse en la primera presidenta de la historia de Chile. En el tiempo invertido en forjarse a sí misma y ejercer la presidencia, amargamente culminada a comienzos de 2010 con terremotos, tsunamis, réplicas, víctimas y la primera derrota en dos décadas de la Concertación en elecciones generales, ha acumulado tanto capital político como capital económico su sucesor, Piñera, el primer presidente de derecha elegido en más de medio siglo. Su fortuna es de tal magnitud que ocupa un lugar en la lista de multimillonarios de la revista Forbes, encabezada por el magnate mexicano Carlos Slim.
Más allá de su ideología conservadora y su obsesión por reactivar la economía, el “presidente de la reconstrucción” se caracteriza por ser práctico: es dueño del Colo-Colo, el club de fútbol más popular del país, pero es hincha de su clásico rival, la Universidad Católica.
Durante la ceremonia de la toma de posesión, la tierra vuelve a temblar. Desde el comienzo de su mandato, Piñera no tendrá otra alternativa que asumir como propia una frase pronunciada por Bachelet, poco antes de abandonar La Moneda, en marzo de 2010: “Hay que ponerse en los zapatos del otro”, hay que aprender a escuchar.
Fragmento del último libro del autor, El poder en el bolsillo, Intimidades y manías de los que gobiernan (Grupo Editorial Norma, Argentina, y Algón Editores, España; e-book: http://t.co/58MoxN9 – www.bajalibros.com)