La historia de las ideas es un campo de conocimiento que responde a la pregunta sobre los orígenes de aquellas ideas fuerza (doctrinas o ideologías políticas), que influyen en las decisiones que los actores sociales y políticos adoptan en un momento histórico determinado.
Y en esta área del pensamiento social, su más célebre exponente es el pensador liberal británico Isaiah Berlin (1909-1997). Una mente abierta, brillante, divergente, desprejuiciada, exenta de toda clase de dogmatismo. Caracteres que hicieron de él un verdadero revolucionario del pensamiento ético-político. Me atrevería a decir que sólo Nietzsche lo antecede.
En su difusa obra de ensayos, recopilada casi toda en libros editados, como “Cuatro ensayos sobre la libertad” (1969), “Pensadores rusos” (1978), “Contra la corriente” (1979), “El fuste torcido de la humanidad” (1990) o “El sentido de la realidad” (1996), Berlin expresa una radical concepción del pluralismo, según la cual los valores morales son inconmensurables, es decir, que no están regidos por un único patrón de medida, por lo que están en permanente colisión unos con otros: libertad con igualdad, verdad con compasión, justicia con benevolencia, seguridad con libertad, etc. Lo mismo acontece con los derechos humanos.
Contrariamente a lo que sostienen ciertos conservadores, que malamente se hacen llamar “liberales” (con o sin “neo”) y que califican a Berlin como un “anarquista” de la tradición liberal, aquí no se trata de una apología al relativismo ni al subjetivismo.
El pluralismo de Berlin entiende que los valores son entes objetivos, claramente identificables, no obstante asume que en determinadas situaciones concretas, pueden entrar en conflicto y requerir de balanceos o de “intercambios desiguales”, a fin de evitar los extremos de sufrimiento y promover así una coexistencia pacífica entre las distintas experiencias de vida.
¿Cuánta libertad por cuánta igualdad?
¿Cuánta verdad por cuánta compasión?
¿Cuánta justicia por cuánta benevolencia? ¿Cuánta seguridad por cuánta libertad?
En su más difundido ensayo, “Dos conceptos de libertad”, basado en una conferencia universitaria pronunciada en 1958, Berlin plantea que en el pensamiento político contemporáneo, es posible distinguir dos visiones opuestas de la libertad, dos “fines en sí mismos”, que “pueden chocar entre sí de manera irreconciliable”, “un ejemplo de conflicto de valores que son al mismo tiempo absolutos e inconmensurables”, un “hecho intelectualmente incómodo”, que debemos asumir como sociedad.
Por un lado, está la libertad entendida como no interferencia arbitraria respecto de terceras personas sobre lo que cada individuo o grupo de personas elige ser o no ser, hacer o no hacer. A este concepto lo denomina “libertad negativa”. Y por otro, está la libertad entendida como dependencia de alguna causa de control o interferencia que posibilite a cada individuo o grupo de personas ser o no ser, hacer o no hacer. A este concepto lo denomina “libertad positiva”.
La “libertad negativa” es una libertad de acción: yo soy libre en la medida que no sea impedido o compelido arbitrariamente por la autoridad del Estado o por quienes detentan alguna otra clase de poder sobre mí.
La “libertad positiva”, en cambio, es una libertad de posibilidad: yo soy libre mientras cuente con aquellos medios (sociales, políticos, culturales o económicos) que me brinden las posibilidades de realizar mi vida lo mejor que pueda.
La “libertad positiva” se interesa por la pregunta “¿quién me gobierna?”, que es la pregunta fundamental de la democracia, del gobierno mayoritario. Mientras que a la “libertad negativa” le interesa saber “¿hasta qué punto sufro la interferencia del gobierno?”, y que es la pregunta fundamental del constitucionalismo o liberalismo político, de los límites del poder soberano, sea democrático o autocrático.
La principal enseñanza que este ensayo nos deja, es que cualquiera sea el valor o las nobles intenciones que se persigan a la hora de exigir reformas o cambios democráticos orientados a mejorar nuestra vida social, política, cultural o económica, no debemos nunca olvidar que sin ese ámbito mínimo exento de interferencia en nuestra vida individual (o colectiva), llamado “libertad negativa”, simplemente dejamos de vivir como seres humanos, al estar privados de elegir cómo deseamos vivir.
Por ello, no hay peor error que el de concebir a las Constituciones como programas políticos. La Constitución, como nos lo ha recordado un destacado jurista chileno, “es una norma común de convivencia”.
Precisamente para que ese ámbito mínimo, ese coto vedado, permanezca protegido en favor de todos y de cada uno de nosotros, cualquiera sea nuestra condición social, religión, nacionalidad, raza, color, orientación sexual o ideología política y cualesquiera sean los que nos gobiernen.
Porque es precisamente la libertad en su sentido “negativo” desde donde se erigen los derechos humanos: la principal consagración política del mundo moderno.
De ahí que un proceso constituyente (o de cambio constitucional) que desconozca esta “libertad negativa” como limitación del poder soberano, por más ciudadano que éste sea, convierte a la democracia en tiranía de las mayorías, como lamentablemente lo ha demostrado la experiencia de Venezuela durante el “chavismo”.
Gracias a la influencia de autores como Isaiah Berlin es que podemos entender a la “sociedad individualista” no como “sociedad egoísta”, sino como aquella conformada por individuos y asociaciones libres, con derechos y experiencias de vida que puedan elegir sin interferencia arbitraria (libertad negativa), pero en permanente ponderación con una igualdad en ciertas condiciones de existencia, como educación, salud, vivienda, vestuario, entre otras, que hagan posible el libre desarrollo de la personalidad individual (libertad positiva).
¿No debiera ser éste el principal anhelo de la izquierda o del mal llamado “progresismo” para hacer frente a “nuestra decadente civilización capitalista”?