Los terribles sucesos de París estremecen a nuestro mundo. Son la demostración de la brutalidad de uno de los bandos en lucha. El más alejado de nosotros.
Es la guerra entre el llamado Estado Islámico y los 30 estados que, encabezados por los EEUU, bombardean sin oposición aérea casi toda la zona que DAESH controla ahora en Irak y Siria.
Es la venganza inmisericorde de los aplastados por la destrucción sin sentido de Irak, por la transformación de Libia en un cementerio infernal, por la vorágine de fuego irracional que destruye Siria, manejada por una dinastía “progresista” sin corazón, los ambiciosos del petróleo y los señores de la guerra.
Mas es la rebelión destinada al fuego final (¿por qué no atómico o nuclear como en 1945 en Hiroshima y Nagasaky?) de los que vienen siendo degollados y esquilmados desde el siglo XII cuando Ricardo Corazón de León degolló en un instante a 3000 prisioneros musulmanes que habían intentado cerrarle las puertas de Acre en su ambición cruzada a la llamada Tierra Santa.
Es la desesperación ancestral y actual de los dueños de la amapola que se convierte en opio, el petróleo y el gas, que se alzan contra los depredadores rusos y occidentales de Afganistán y todo el Medio Oriente.
Depredadores que, hasta hoy, dejan intactos los cultivos de amapola al sur de Kabul y los mercados ilegales de petróleo que maneja el DAESH al lado y en medio de los bombardeos y los degollamientos en Irak y Siria. Para matar pero haciendo buenos negocios, por lado y lado, y salvaguardar futuras ganancias económicas. En Afganistán hay 224 mil hectáreas de amapola destinadas al opio: 6.400 toneladas anuales de éste. Las hectáreas de amapola no han sido arrasadas por el napalm y se han triplicado desde el derrocamiento de los talibanes.
Todo ello, de verdad, envuelto en fanatismo religioso: la guerra santa musulmana que recuerda la vieja guerra santa de los señores cruzados envalentonados por los papas medievales. Ambas “vanguardias” alcoholizadas por su aparente superioridad cultural, sus verdades divinas (dizque de Mahoma, de Moisés o de Jesucristo) y la oferta, por sus brujos, de paraísos eternos que justifican, cómo no, ser comidos por las bestias, matar sin compasión e inmolarse con cinturones de explosivos.
Como planeta vivimos eso que el Jefe del Vaticano ha llamado con certeza la Tercera Guerra Mundial, si a lo de Europa y Medio Oriente se le suma lo de África y puntos del Asia Central. Y por cierto el norte de América, porque EEUU y Canadá forman parte importante de la coalición en guerra contra el Estado Islámico.
América del Sur es el único continente del mundo que escapa a la declarada Tercera Guerra Mundial.
No hay aquí guerras interestatales, y la vieja guerra interna de Colombia parece llegar a su fin.
Estamos muy distantes de padecer esos males.
A ojos de la humanidad nuestros problemas limítrofes (los de Colombia con Nicaragua, los de Venezuela con Colombia, los de Chile con Bolivia y con Perú) no justifican para nada nuestros alardes, nuestros arrastres de poncho, nuestro corte de relaciones, nuestra mudez en cuestiones esenciales, nuestra vociferación demagógica, nuestra incapacidad de acercamiento y de propuestas integracionistas.
Puede haber razones electoralistas para acrecentar el chovinismo siempre existente en quienes se manejan por las leyendas y no por la historia, por el odio y no por la comprensión.
Puede haber otras, más oscuras, destinadas, sin decir, a acrecentar el gasto militar incontrolado y el negocio que éste lleva consigo.
Nuestros asuntos son pequeños, superables, negociables. Ni siquiera acumulan razones como para llevarlos a cortes internacionales o arbitrajes.
A la luz de París y de lo que pasa en el planeta y lo que la sensatez mundial indica ¿por qué no sentarse ahora a conversar?
El viejo Humala, el papá, y el diputado Tarud no pueden ser ideólogos indiscutidos de Torre Tagle y el ex Hotel Carrera.
Lo de aquí no es ópera, es opereta; no es tragedia ni drama, es zarzuela y no de las mejores. Dejemos de escucharla. Y que nuestros gobiernos no la aplaudan ni alienten.