El término “Élite” designa a quienes han dirigido las sociedades a lo largo de la historia, basando su legitimidad en su capacidad de organizar la producción social de la manera más adecuada a cada época, respetando escrupulosamente la parte de la jornada que los trabajadores requieren para sostenerse ellos y sus familias y destinando parte significativa del excedente al desarrollo de la ciencia, la cultura y las artes. En Chile es una marca de papel higiénico.
El requerimiento de la Fiscalía Nacional Económica por colusión en la venta de papel y otros productos del rubro higiene, a la firma y familia que ejerce de madrina del empresariado y la élite chilena, viene a develar con precisión científica el carácter de aquello en que ésta ha devenido tras el golpe militar: una élite rentista que ha pretendido restablecer, mediante la violencia pura y sus secuelas, la hegemonía cuya legitimidad había ya perdido por completo hace medio siglo atrás.
Como siempre sucede con estos graznidos de cisne de las élites que mueren, las hegemonías sostenidas exclusivamente por la fuerza duran un tiempo históricamente muy breve. La que asumió tras el golpe militar, que un periodista talentoso bautizó como “Hijos de Pinochet”, vive su ocaso en medio de la decadencia y descomposición, a lo que este episodio agrega la bastedad y el ridículo más completos. Se lo merecen, porque lo que hicieron en el medio siglo recién pasado es imperdonable y a juzgar por lo que parlotean en sus círculos íntimos y a veces en la prensa, ellos mismos todavía no se hacen cargo de ello y probablemente no lo harán jamás.
Los “Hijos de Pinochet” no son una élite legítima porque no han sido capaces de organizar la producción social en base a la única fuente de la moderna riqueza de las naciones: el valor agregado mediante la contratación masiva de trabajadores para producir bienes y servicios que se vendan en el mercado en condiciones competitivas.
Los “Hijos de Pinochet”, en cambio, obtienen el grueso de sus ingresos de la renta de los riquísimos recursos naturales del país, de los cuales se han apropiado casi totalmente y mayormente sin pagar un peso. La renta, como se sabe, es un excedente de precio que el mercado asigna a los bienes y servicios escasos por encima del valor agregado en su producción, el que incluye la ganancia capitalista normal.
Los monopolistas son cuasi-rentistas, que en virtud de su poder de mercado son capaces de generar escasez artificial y vender asimismo por encima de los costos de producción, que incluyen la ganancia media.
La renta se origina en un traspaso de parte de las ganancias de los capitalistas que producen y venden mercancías en mercados competitivos, cuyos precios necesariamente deben rebajarse por debajo de sus costos, a costa de una reducción en la ganancia media, para que los bienes escasos se puedan vender consistentemente por encima de los suyos. Es decir, lejos de ser lo mismo, los rentistas son parásitos de los auténticos capitalistas. Es por este motivo que en todos los países modernos, las élites auténticamente capitalistas nacionalizan los principales recursos naturales y establecen drásticas legislaciones antimonopolio.
En Chile, en cambio, la hegemonía de la élite está en manos de un puñado de grandes rentistas. No más de diez se han apropiado sin pagar un peso del 40 por ciento de las riquezas del subsuelo, dos se han apropiado del 90 por ciento de los derechos de agua, otras dos de más del 90 por ciento de las plantaciones forestales, y siete familias se apoderaron de todas las licencias de pesca industrial. Sólo en el cobre, la renta apropiada por esta vía equivale a más del 10 por ciento del producto interno bruto (PIB) del país.
Aquellos que venden en el mercado interno se han coludido para obtener cuasi rentas en casi todos los sectores económicos, lo que hasta el momento se ha demostrado y sancionado en productos de primera necesidad para el consumo popular, como medicamentos, pollos y ahora hasta en el papel higiénico.
Los “HIjos de Pinochet” no son una élite legítima porque no respetan su regla moral más esencial, que consiste en que su derecho a quedarse con los excedentes tiene como contrapartida el respeto estricto del tiempo de trabajo que los trabajadores necesitan para sostenerse ellos mismos y sus familias, incluidos sus viejos. Esta norma ha sido respetad por todas las elites legítimas a lo largo de la historia.
La respetaron los amos con sus esclavos, los señores con sus siervos y también la vieja élite latifundista chilena, que se permitía meter mano hasta las hijas de sus inquilinos, pero nunca al tiempo que ellos tenían reservado para trabajar las tierras que se les asignaban para producir lo necesario para sostenerse ellos y sus familias, incluidos sus viejos.
En la sociedad moderna, los capitalistas se apropian de los excedentes, pero saben que deben pagar salarios justos para que sus trabajadores puedan mantenerse en las condiciones que cada sociedad considera dignas según el nivel de democracia que haya logrado. Ello se garantiza mediante estrictas legislaciones laborales que aseguran un mínimo de equiparidad en las negociaciones salariales.
En Chile la dictadura abolió la legislación laboral más o menos avanzada que se había logrado a lo largo de un siglo de luchas sindicales y la élite se ha debatido como gato de espaldas para evitar que se le introduzcan mínimas reformas, lo que resulta bien evidente y vergonzoso precisamente por estos días.
Pero adicionalmente, se apropian de parte de los salarios mediante cobros abusivos en tarjetas de crédito bancarias y otras formas de créditos de consumo, usura pura, cuyos intereses ascienden a poco menos de un cinco por ciento del PIB por año.
Como si eso fuera poco, se apropian de la casi totalidad de los descuentos salariales destinados supuestamente a sostener a los trabajadores que se han acogido a un merecido retiro, mediante el sistema de AFP que es un mecanismo de ahorro forzoso mediante el cual se apropian de salarios y subsidios financiados con impuestos pagados principalmente por los trabajadores, puesto que la élite los elude sistemáticamente, lo que después del pago de pensiones, equivale a más de un cinco por ciento del PIB por año.
Los “HIjos de Pinochet” no son una élite legítima porque en su bastedad y codicia no han sido capaces de destinar una parte adecuada del excedente al desarrollo de la ciencia, la cultura y las artes y han intentado reflotar la rancia y pre moderna cultura de casta, oscurantismo religioso y segregación social.
Tras el golpe militar redujeron el presupuesto educacional a la mitad, los salarios de los profesores a la tercera parte, despedazaron el sistema nacional de educación pública y luego han venido intentando privatizarlo y convertirlo en una fuente adicional de apropiación de fondos públicos mediante el sistema de “vouchers”.
Dicho sistema había sido creado por el Estado, dirigido por gobiernos de todas las tendencias políticas, a lo largo del medio siglo precedente, era gratuito y de una calidad admirada en la región y al momento del golpe tenía matriculados más de tres millones de alumnos de una población total de diez millones de habitantes.
Dicho número disminuyó en términos absolutos en la primera década de dictadura, especialmente en el nivel terciario y hoy, tras todo lo ocurrido después, están matriculados en todo el sistema, público y privado, en todos sus niveles, sólo cuatro millones de alumnos de una población total de más de 16 millones de habitantes.
Este brutal retroceso inicialmente obedeció a que los militares consideraban el ámbito de las cosas del espíritu como una plaza enemiga, la cual había que ocupar y destruir. Sin embargo, que se haya sostenido a lo largo de casi medio siglo sólo se explica porque los rentistas no requieren, como los auténticos capitalistas, de una fuerza de trabajo altamente calificada y una producción científica y técnica que sustente la innovación constante, única fuente del aumento legítimo de sus ganancias.
Peor aún, los “Hijos de Pinochet” pretendieron imponer en Chile una cultura de “apartheid”, versión esperpéntica de los esquemas de castas pre modernos, que algunas élites decadentes han pretendido imponer en sus vanos intentos de prolongar su ocaso gobernando por la fuerza.
Así sucedió por ejemplo en Sudáfrica, cuya minoría blanca comparte con la vieja élite agraria criolla su origen en colonos pobres arribados en el siglo XVI y convertidos en pequeños señores. Recién en 1948 tuvo que recurrir a las infames leyes de segregación racial para prolongar mediante la fuerza durante medio siglo una hegemonía que ya por entonces había perdido por completo su legitimidad.
Una de las versiones más grotescas del “Apartheid” criollo fue su deformación de la vida social de las modernas ciudades chilenas mediante erradicaciones forzadas de poblaciones populares completas en una suerte de “limpieza étnica”, en su intento de replicar el modelo de las viejas casas patronales de las haciendas, a barrios completos. Allí malviven su ocaso, aprisionados en privilegios que no alcanzan nunca la altura de los muros y alambradas, cámaras de seguridad y vigilantes, con los cuales pretenden apaciguar su terror a perderlos, aplastados bajo fanatismos religiosos y otros arcaísmos rancios simbolizados por los techos de tejas de su preferencia.
Liberada de esta costra rentista, será posible que florezca la joven, educada, bullente y promisoria nueva élite chilena, comprometida con los derechos humanos y la democracia, conformada socialmente por los cientos de miles de pequeños, medianos y algunos grandes empresarios, auténticamente capitalistas —entre ellos muchos de los hijos de los “Hijos de Pinochet”—, junto a los profesionales, científicos, artistas, sacerdotes de todas las creencias e intelectuales, y todos aquellos que se han destacado como líderes en las más diversas actividades en virtud exclusiva de su mérito personal, así como los políticos profesionales y altos funcionarios civiles y militares que conforman el aparato del Estado. Aventados los “Hijos de Pinochet”, ellos podrán asumir en plenitud el desafío de conducir a Chile con paso firme a traspasar las puertas y adentrarse en la era moderna.
Mientras tanto, los millones de trabajadores chilenos y sus familias, junto a los cientos de miles de hermanos latinoamericanos que crecientemente vendrán a asentarse en esta tierra, rejuveneciendo y acrecentando su fuerza de trabajo, multiplicarán la riqueza del país. Con sus periódicas irrupciones masivas en la vida política, como la que está cursando en estos precisos momentos, continuarán empujando desde abajo proporcionando la inmensa energía que se requiere para remover las trabas que impiden el progreso, aventar a los “Hijos de Pinochet” y exigir a su élite que se comporte en todo momento como corresponde.
Algún día, mucho más adelante, asumirán ellos mismos, directamente, los destinos de nuestra sociedad.