Semanas atrás, en el Caupolicán, la Presidenta Bachelet afirmaba la necesidad de “derribar el muro de la desinformación”. Algunos han querido ver en esa frase un absurdo, una pretensión de culpar a los medios por las dificultades que experimenta la implementación del programa de gobierno. Desde una posición de interesada ingenuidad, los críticos esquivan el problema y se lanzan sobre la gestión, o derechamente sobre el contenido de las reformas, como la causa de las malas cifras que las encuestas le atribuyen a éstas.
Los hechos, sin embargo, nos enseñan otra cosa. La oposición, deslegitimada y sin discurso, es auxiliada en su resistencia a los cambios por actores políticos no reconocidos como tales. Las grandes cadenas de medios dieron soporte a una campaña que instaló dudas y mitos. Así ocurrió con el masivo cierre de colegios que traería la ley de inclusión, o con la debacle que para la clase media acarrearía la reforma tributaria. Pero los colegios no cerraron.
Un estudio reciente del Banco Mundial concluyó que el 73% de la mayor recaudación de la reforma tributaria proviene del 0,1% más rico .
Ahora es el turno de la nueva Constitución. Desde un tradicional diario se echó mano a un viejo recurso: la etapa de educación cívica quedaría a cargo del PC, factor de riesgo -y terror- para el conservadurismo local. Despejado el rol de los comunistas, la secuencia de réplicas y dúplicas permite sembrar la idea del “proselitismo” como amenaza a la validez del proceso. Una maniobra astuta que, además de contaminar el debate, persigue obtener garantías exorbitantes para las fuerzas políticas derrotadas en las elecciones de 2013.
No hay en nuestro país, como afirman algunos, un espectro de medios que asegure pluralismo. El clima de hostilidad hacia cada una de las reformas -votadas por la mayoría- es prueba de ello. Es sintomático que el discurso de Bachelet en el Caupolicán no fuera transmitido en vivo por la televisión abierta, una modesta señal en internet cumplió esa función.
Son positivas las señales y acciones del gobierno encaminadas a mejorar la comunicación con los ciudadanos, como el acercamiento a los canales regionales y la difusión de boletines. Pero no resultan suficientes para derribar el muro de la desinformación.
Esa difícil tarea demanda apuestas más audaces, de largo alcance, que desafíen ideas tecnocráticas preconcebidas que incluso han permeado a sectores progresistas. Tal vez, el primer paso sea entender que la comunicación, ejercida por los mandatados por el voto popular, es una función tan legítima como construir un colegio o representar los intereses del país en el exterior.