Actualmente, las instituciones privadas cubren en la educación superior el 85% de la matrícula total y en la educación escolar, cerca del 67%.
En este escenario muchos han sido los que han querido justificar que las instituciones privadas también pueden ser consideradas públicas y que, por lo tanto, deberían recibir el mismo trato que las instituciones del Estado.
En la educación escolar el principal exponente de esta perspectiva ha sido Fernando Atria y en la educación superior, el rector Carlos Peña.
Atria plantea que “lo que hace que algo sea público es la función que cumple (una función pública) y no “la naturaleza jurídica” del que la realiza” (1).
Por su parte Peña define lo público como bien público, es decir, “un bien que produce beneficios indiscriminados (…) que se difuminan entre un amplio conjunto de personas” (2).
Ambas concepciones plantean que el carácter de una institución se define en virtud de las necesidades “públicas” que satisface, en el primer caso, cumpliendo una función pública y en el segundo, produciendo bienes públicos.
Con este argumento, Atria y Peña tan solo afirman una característica esencial de las mercancías, la de satisfacer necesidades. Lo que confunden en su argumento es precisamente la satisfacción de una necesidad con el carácter de una institución.
Cuando después de un terremoto el Estado entrega a los damnificados gratuitamente materiales de construcción que han sido comprados en alguna de las dos grandes ferreterías que existen en el país, claramente esas mercancías están cumpliendo una función pública y actuando como bienes públicos, pero no por ello alguien estaría dispuesto a afirmar que esas dos empresas son públicas.
El segundo argumento que utilizan Atria y Peña para justificar que el carácter de un establecimiento educacional es independiente de la propiedad, guarda relación con la defensa de un “tipo de institución”.
Atria plantea que “la educación pública es la que está sometida a un régimen legal conforme al cual ella está en principio abierta a todos como ciudadanos” (3).
Peña por su parte define a la educación pública como espacio público, es decir, como un “ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común” (4).
Lo que confunden Atria y Peña en este caso es el uso con la propiedad. Transformar a una escuela o liceo en un establecimiento que está abierto a todos (porque es gratuito y no selecciona) o a una universidad en un espacio público de encuentro, representan apenas un par de los tantos usos que un propietario privado, conforme a su voluntad, es decir, libremente, puede darle a su propiedad.
El propietario de una casa puede prestarla para que organizaciones sociales realicen allí sus reuniones, pero ello no le impide más tarde arrendarla a una empresa o a una familia. Así como nadie estaría dispuesto a decir que la casa es pública mientras sea utilizada como espacio público así tampoco nadie le atribuiría un carácter público a los grandes centros comerciales que en principio están abiertos a todos, pues tienen un propietario que expresa sus propios intereses a través de su propiedad.
Para terminar, Atria y Peña concluyen que los establecimientos privados pueden garantizar el derecho a la educación y por lo tanto reemplazar al Estado, siempre que dichos establecimientos sean gratuitos.
Frente a esta afirmación, lo que debemos tener a la vista es que sólo el Estado y, por lo tanto sus instituciones, pueden reconocer, como una característica inherente de los ciudadanos, el derecho a la educación y en consecuencia garantizarlo. En este caso el ciudadano no ve al Estado como una alteridad, sino como una expresión de su propia voluntad, estableciendo con él una relación basada en un reconocimiento intrínseco.
En cambio, la relación que existe entre un individuo y una institución privada es una relación entre privados en la que los derechos de uno limitan los del otro, razón por la cual es preciso normar dicha relación a través de un contrato en que se reconocen ambas partes. Este reconocimiento entre privados, por lo tanto, no es una relación necesaria, en la que una de las partes está obligada a reconocer en el otro derechos que debe garantizar.
La gratuidad no significa, entonces, la garantía del derecho a la educación, pues ese deber solo lo puede asumir el Estado. Lo que en realidad garantiza la gratuidad, deseable bajo cualquier perspectiva, es que desde el punto de vista del ciudadano, es decir, del estudiante y su familia ya no será necesario desembolsar dinero, pues ese desembolso lo realizará el Estado.
La conclusión es que la gratuidad no significa que las instituciones privadas puedan ser públicas ni que por ser gratuitas garanticen el derecho a la educación. No es lo mismo una educación privada que colabora con el Estado en la garantía del derecho a la educación que aquella educación privada que pretende eximir al Estado de su responsabilidad frente a los ciudadanos, así como no es lo mismo el Estado que provee directamente educación que aquel que se limita a entregar subsidios para que privados la provean.
Como de lo que se trata es de restituir el derecho a la educación en el país, la gratuidad tanto en la educación escolar como superior debe necesariamente contemplar un fortalecimiento de la educación estatal.
Ello implica definir un trato preferente del Estado hacia sus instituciones en términos de financiamiento, lo cual significa terminar con los vouchers y entregar recursos directamente a las instituciones, proyectando adicionalmente un aumento decidido y sostenido de su matrícula.
(1) Atria, Fernando. “¿Qué educación es pública?”, 2009, p. 157.
(2) Brunner, José Joaquín, y Peña, Carlos. “El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado”, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2011, p. 52.
(3) Atria, Fernando. “El sentido de la educación pública”, Colegio de Profesores, revista Docencia nº 41, p. 35.
(4) Brunner, José Joaquín, y Peña, Carlos. “El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado”, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2011, p. 54.