La política es una actividad que, en muchas más formas de las que nos gusta admitir, se asemeja a un servicio en el cual se establece una relación entre el proveedor y el público, en la que el primero se compromete a proporcionar un servicio determinado, en las condiciones de calidad, cantidad y oportunidad previstas, y el segundo acepta el pago de la tarifa concordada que es la delegación del poder soberano a través del voto en las elecciones que se convocan con periodicidad.
Esta idea proviene de “El Contrato Social” de Jean Jacques Rousseau, publicado en 1762, en el que básicamente se reconoce la libertad de cada individuo para aceptar voluntariamente integrarse a una sociedad y suscribe un contrato por medio del cual se le aseguran sus derechos y libertades. En retribución, el individuo compromete su participación y su contribución económica al mantenimiento del Estado.
Dos siglos y medio bajo esta concepción es un tiempo bastante largo en la historia de la Humanidad, pero parece necesario revisar algunos supuestos para poder continuar dentro de este paradigma.
¿Alguien recuerda el movimiento de los Indignados del año 2011? Nacidos primero en España y extendidos luego a otros países, se puede decir a cuatro años que sus logros fueron menores en relación a la intensidad del movimiento y la amplitud de sus demandas.
Llamaron mucho la atención y parecía una auténtica revolución esto que el cliente insatisfecho por el servicio que le proporcionaban los políticos se pudiera quejar -de manera pública y masiva- por lo que denunciaban como un incumplimiento de contrato.
¿Qué queda de ese movimiento? Básicamente, dos cosas. Primero, el saber que hay muchos inconformes y luego que, ante la reacción de un Poder que supo aplicar la proverbial política del garrote y la zanahoria para aplacar la sublevación, las expresiones de indignación se trasladaron a la redes sociales, ya que es siempre más cómodo protestar desde un escritorio y, a fin de cuentas, se siguen obteniendo algunos resultados, como hemos visto en nuestro propio país.
A cuatro años del nacimiento del movimiento de los Indignados, la indignación se mantiene vigente, así como una sensación entre los ciudadanos respecto a que en cualquier momento puede darse un movimiento similar, en especial si se reconoce que los motivos fundamentales de la demanda, referentes a una mayor participación en política y una economía humanista, no se han cumplido.
De vez en cuando surgen acciones masivas de repudio a distintos asuntos, pero básicamente problemas puntuales. Es que es imposible mantener un estado de crispación permanente. Es muy agotador pasarse semanas en la calle exigiendo cambios radicales, en particular cuando no se observan logros importantes.
En estos tiempos, la capacidad de concentración de las personas se mantiene por poco tiempo. La preocupación por los escándalos políticos es rápidamente pospuesta con un partido de fútbol y la reiterada aparición de motivos de indignación produce también que la capacidad de asombro se vaya perdiendo.
La simple revisión de las redes sociales permite comprobar esto. Es raro que un tema permanezca siendo lo más comentado en Twitter por más de un día, y siempre que logre imponerse a una masa de personas que parecen más preocupadas de compartir sus opiniones sobre un programa de televisión.
Otra cosa es el voluntarismo que quiere creer que basta con un buen motivo para que toda la sociedad se alce a exigir los cambios que se demandan. No hay que olvidar que la política es como el servicio de administración de la sociedad que se contrata cada cuatro años, y resulta difícil cambiarse de proveedor a menos que existan motivos muy serios. Pero la indignación sigue existiendo, aunque sea de manera subterránea.