Con el anuncio de Estela Ortiz acerca del lanzamiento de un proyecto de Ley de Protección a la Infancia, parece necesario volver a revisar las condiciones en que están, desde el punto de vista socio-jurídico, los niños y niñas en nuestro país.
Si bien es cierto han existido avances legislativos que tienen como externalidad proteger los derechos de los niños, la verdad es que -desde hace 25 años- la única ley que los gobierna en el sentido de sus derechos, es la Convención Internacional de los Derechos del Niño que en virtud del artículo 5° de la Constitución Política de la República, tiene rango de ley en nuestro país.
En Chile no sólo no existe una legislación nacional dirigida a la protección de derechos, sino que tampoco ha habido un debate social abierto al respecto. Los gobiernos de la Concertación han decidido abordar este tema en comisiones de expertos que se han conformado con el “concurso de agencias” que trabajan con niños y niñas, especialistas y hasta figuras públicas. No ha sido la sociedad la que se ha abierto hacia la consideración de los niños y niñas como sujetos ni a la problematización acerca de su estatus social.
Más allá de toda consideración y buena intención, la situación de la infancia se aborda desde el sentido común más primitivo.
Hace 25 años atrás, la Convención se planteó como vía liberadora del paradigma de la situación irregular que dominaba las legislaciones de infancia en los países de la zona y en el que predominaba el control/protección de lo que fue llamada la infancia abandonada moral y materialmente, es decir, la infancia pobre.
Quizás entonces, en los 90, cuando recién empezábamos a vivir libres del yugo militar, la Convención venía a cumplir con el sueño de un país donde todos y todas estuvieran incluidos, venía a alimentar el deseo de la restitución de derechos, por tanto tiempo y tan violentamente conculcados. Pero el mundo siguió girando y las preguntas se fueron desplazando más allá de los contenidos de dicha Convención.
Las preguntas acerca del estatus de sujeto, la cuestión de la autonomía, los límites de la protección, la relación del niño y niña con la sociedad, en medio de las relaciones generacionales e intergeneracionales, familiares y no familiares, no son cuestiones resueltas, no son triviales, son preguntas vivas, contingentes hoy y que el articulado de la Convención está lejos de responder en su profundidad y complejidad.
La ratificación de la Convención de los Derechos del Niño ha tenido, a la larga, un efecto oscurecedor, porque por la vía de reformas incompletas y en completa ausencia de debate social acerca de un nuevo marco normativo – reformar como por ejemplo la del SENAME o la creación de múltiples articulados que fragmentan la condición de los niños y niñas, como los tribunales de familia o la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, se ha generado la ilusión de un país que pone a los niños y niñas en el estatuto socio-jurídico de sujetos de derecho.
Pero la simple repetición de los derechos y su memorización, no es garantía de niños y niñas integrados socialmente como agentes sociales activos, creciendo protegidos. El mentado enfoque de derechos, fue instituido, sin digerir, en todas las esferas del Estado. En pleno siglo XXI, la Convención Internacional de los Derechos del Niño y su paradigma de la protección integral, se volvió un slogan vacío en los servicios y ministerios de nuestro país.
Entonces parece razonable que se nos permita, luego de un cuarto de siglo, mirar con distancia el orden normativo que provee la Convención, aún reconociendo lo que décadas atrás significó este instrumento internacional y la importancia que tiene como marco regulatorio general, en términos de posicionar una mirada de los niños y niñas como titulares de derechos.
Podemos entonces a la luz de este debate, tan largamente postergado, poner en duda su valor de parámetro universal único, observar sus limitaciones al ser un instrumento general, un ordenamiento abstracto de derechos, que surge disociado de las prácticas de los sujetos, con un carácter ahistórico y descontextualizado.
Una Ley de protección a la Infancia merece, en cambio, un debate abierto, como lo han tenido en el último tiempo el Acuerdo de Vida en Común, La ley de Aborto o la Ley de Adopción.
El peligro de dormirse en el sueño idealizado de los derechos universales, es privarse de preguntas, dejar de pensar situadamente a los niños y niñas, no iniciar los debates necesarios acerca de qué sociedad nos imaginamos para el futuro y qué lugar ocuparían- ellos ahí. Los niños y niñas de nuestro país, merecen ser incluidos no sólo como titulares de derecho, sino como sujetos sociales viviendo en el mundo, al menos en este pedazo de mundo que llamamos país.