El cambio de gabinete de mayo fue un hecho político de gran alcance para el oficialismo a corto y largo plazo. Incluso, tendrá efectos relevantes sobre el sistema político en general. A corto plazo, porque hay un cambio del equipo político en forma y fondo y, a largo plazo, porque modifica la correlación interna de fuerzas de la coalición con su correlativo impacto sobre los futuros procesos electorales y el destino de la Nueva Mayoría. Finalmente, sobre el sistema político en su conjunto porque redefine la política de alianzas y pone en jaque –o en punto de inflexión- el proceso reformista.
El nuevo gabinete abre una segunda etapa –el “segundo tiempo”- e inaugura una nueva hoja de ruta que se expresa en la tesis del “realismo sin renuncia”. Se trata de seguir implementando las reformas -en el contexto de una realidad política y económica compleja- y de cambiar los estilos y las formas de la conducción política. En consecuencia, por un lado se instala la necesidad de priorizar las reformas y darle gradualidad y, por otro, se inaugura -o se pretende- una conducción centrada en el diálogo, en el consenso y la unidad.
Entre principios de mayo y principios de julio hay dos meses. En este lapso de tiempo el gobierno se concentró en diseñar las formas y los contenidos de la segunda fase, es decir, hacer operativa la nueva etapa. Luego, a principios de julio el gobierno inaugura –en un consejo de gabinete- la nueva hoja de ruta que se expresa en el eslogan “todos por Chile”. En este contexto, por tanto, se convoca un cónclave que termina realizándose el 3 de agosto.Luego, entre julio y el cónclave el gobierno comunica, socializa y ajusta su nueva estrategia política con los partidos del oficialismo.
Se esperaba, en consecuencia, que el cónclave fuese el momento y la instancia para el re-lanzamiento del gobierno, del “programa remozado” y de una coalición unida bajo el liderazgo de la presidenta.
Sin embargo, el evento y sus efectos inmediatos –expresados en la tesis de “la ambigüedad” y en la derrota de los gradualistas- no tuvo la capacidad de unir al oficialismo en torno al nuevo diseño político de La Moneda. Al contrario, desde ese momento se instala de manera definitiva una fractura en la Nueva Mayoría que se expresa en lo grueso en dos almas o sensibilidades: los puristas y los gradualistas.
En consecuencia, se puede afirmar que el cambio de gabinete terminó incubando una crisis mayor: la ruptura política de la coalición y el inicio de una silenciosa “guerra de guerrillas”.
De hecho, ya se lleva más de un mes especulando y amenazando en torno al fin de coalición: el PC y la DC han sido los grandes protagonistas. Es evidente, que durante estos tres meses que van del cambio de gabinete al cónclave, la coalición –partidos y gobierno- no pudo resolver sus tensiones fundacionales que se vienen manifestando desde los primeros momentos del gobierno y que obligó a definir el pacto –en enero del 2014- como un “acuerdo político programático” con “fecha de vencimiento”.
El cónclave fue el espacio político en que las tensiones latentes se transformaron en ruptura “potencial”. Los sectores reformistas de la coalición se sintieron derrotados en todo el período que va desde el cambio de gabinete al cónclave. Pero, se sintieron ganadores y “satisfechos” con los resultados del cónclave. Al contrario, los gradualistas pasaron de victoriosos a vencidos. “Todos ganamos” decía el vocero de gobierno.
El cónclave profundizó las fisuras internas y generó las condiciones para la rebelión DC con Lagos e Insulza incluidos. Arrastraron, en ese movimiento, al Ministro Valdés que, en rigor es más cercano a Eyzaguirre que a Burgos. Algunos políticos –como Navarro y Vidal hablaron de “ejercicio de enlace”, y algunos DC pusieron en duda la proyección del conglomerado, Pérez Yoma, Martínez, Walker y Pizarro. Escalona, el domingo llamaba a no caerse ni a hundirse.
La opción de Bachelet por la interpretación continuista de la tesis del “realismo sin renuncia” fue el detonante para la “rebelión pelucona”. Este hecho, ha sido interpretado como ambiguo. Seamos claros, no hay ambigüedad ni vaguedad. Lo que hay –expresado en decisiones y hechos- es que la decisión de Bachelet desilusionó-indignó a los sectores que se sintieron vencedores por largas semanas: hicieron una rebelión y levantaron la opción Lagos-Insulza.
Es cierto y evidente que la convivencia entre ambos sectores fue difícil desde el primer momento; desde el instante que comenzó la obra legislativa. Un año y medio después de asumir el mando se produce una fisura mayor. En 18 meses las diferencias se profundizaron al generar una ruptura política que pone en jaque y en duda la continuidad del conglomerado.
Dicha continuidad dependerá de cómo se resuelve la “ruptura latente” instalada desde el cónclave y germinada desde el cambio de gabinete de mayo. Pero, ante esta situación no hay que olvidar que la Nueva Mayoría –sobre todo, la vieja concertación- sabe de procesar diferencias. Del mismo modo, sabe de pragmatismo, y sabe más, de lo que significa controlar el Estado y sus recursos.
De aquí a las próximas elecciones municipales ambos sectores seguirán en una disputa latente –en una silenciosa “guerra de guerrillas”- por conducir el rumbo de las reformas.
Será, un ciclo marcado por la sucesión de episodios de tensión que pondrán a prueba la proyección del conglomerado. Pero, la municipal de octubre del 2016 será la gran batalla que definirá el rumbo de la coalición, de las reformas y del gobierno. Y mientras tanto, Bachelet seguirá mediando entre dos sectores “potencialmente” irreconciliables.