Uno de los signos distintivos de estos tiempos es la corrección política. Todas las declaraciones, todas las acciones, todas las omisiones, se resuelven tomando como principal factor en consideración la intención de agradar al público, con un ojo puesto en las encuestas que miden el grado de respaldo a los distintos actores políticos y sobre todo, con un auténtico miedo a incomodar a una opinión pública cada vez más activa a la hora de manifestar su rechazo a las posturas que le resultan incómodas.
La última encuesta Adimark confirma que esa estrategia no está funcionando. Sea porque la corrección no ha sido suficiente o no se la considera necesaria, lo concreto es que no está funcionando el propósito de empatizar con el electorado.
Decirle a la gente lo que quiere escuchar puede ser peligroso si se la adopta como una táctica permanente. Una cosa es que las autoridades -de Gobierno o de oposición- atiendan las demandas ciudadanas y otra es que digan que sí a todo, sin acompañar la declaración con hechos y sin agregar ninguna razón que justifique su desempeño como representantes de la gente.
En este sentido, tampoco ayuda a recuperar la confianza ciudadana eludir los temas complicados porque son “políticamente incorrectos”. El deber del líder es precisamente dirigir y eso significa de manera inevitable tomar decisiones impopulares, en vez de abstenerse de actuar por temor a herir susceptibilidades de cualquier sector capaz de manifestar su rechazo en las redes sociales.
Hay que considerar al respecto que, en estos tiempos, prácticamente todos tienen la posibilidad de impulsar campañas críticas por Twitter o Facebook, de modo que hay que asumir esa situación como un dato más del escenario político, tal como ocurre con los estudios de opinión pública, pero sin darle más relevancia que la que tienen, que es exclusivamente registrar la evolución de las opiniones reinantes en la sociedad en momentos determinados. Son datos, no imposiciones porque, por lo demás, las redes sociales tienden a criticar y rara vez contribuyen con propuestas.
Aunque las redes sociales son importantes, no son de manera necesaria la orientación que tomarán las personas al momento de concurrir a votar. El sufragio no se decide por el estado emocional del momento, sino pensando en el candidato/a que se perciba como más capacitado para responder a los sentimientos y necesidades de la gente, incluyendo aquellas de las que las propias personas no son conscientes.
Sin embargo, el votante reconoce también como atributos la fortaleza de un liderazgo que es capaz de abstraerse de las emocionalidades momentáneas y puede ofrecer una visión de largo plazo sobre lo que requiere el país, sobreponiéndose a los cuestionamientos propios de la contingencia. Se favorece a quien demuestra tener un diagnóstico claro de los problemas y de las soluciones y que, al mismo tiempo, reconoce la realidad para adecuar sus propuestas a las condiciones objetivas del país.
Eso es lo que se llama habitualmente tener condiciones de estadista y es lo que permite pasar a la historia. Los burócratas que se dedican a administrar sin aportar al mejoramiento de las condiciones de vida de las personas raramente merecen monumentos.
Y esto se produce también en el plano cultural. De tanto cuestionar los comentarios “políticamente incorrectos” se avanza hacia un país que limita las críticas que puedan ser motivo de malestar. El ejercicio de la libertad de expresión requiere un campo de libertad mayor que la corrección para que sirva de modo eficiente a los cambios sociales. Si sólo se acepta lo que no incomoda, la crítica pasa a ser servilismo del poder de turno.
El temor al rechazo produce parálisis. Naturalmente, a nadie le agrada ser centro de atención de la burla, pero hay que distinguir entre el bullying y la sanción judicial objetiva por los eventuales delitos que se puedan cometer en el ejercicio de la libertad de expresión. El bullying es matonaje, no tiene racionalidad y se produce por sentimientos de antipatía.