La izquierda y los pueblos del mundo han sufrido una severa derrota. Humillando brutalmente a Grecia, los conservadores (y acreedores) europeos se anotaron una victoria Pírrica, pero lograron emporcar la dignidad de la que aparecía como una promisoria expresión de la izquierda revolucionaria en los albores del siglo XXI.
La marea de descontento popular en la resaca de la crisis no va a amainar, pero la capacidad de conducirla mediante una fuerza política popular experimentada, enraizada en una larga y heroica tradición, organizada e ilustrada, ha sufrido un golpe demoledor. Los únicos ganadores, por ahora, son el cretinismo parlamentario y la sin razón extremista de todos los pelajes. Mala cosa, peligrosa.
Syriza se elevó al poder con el mandato claro de liberar a Grecia del peso insoportable de una deuda impagable y sacudir el yugo de acreedores cuyas recetas “austericidas” han sumido su economía en una crisis más aguda y prolongada que en los años 1930.
Hizo casi todo bien para alcanzar el poder y desde allí poner manos a la obra con sincero afán y singular habilidad, sumando fuerzas y aliados día tras día, al interior del país y en el exterior, mediante una sucesión de pequeñas victorias cotidianas, como tiene que ser.
Decidió enfrentar inicialmente a sus adversarios en su propio terreno y durante seis meses logró dar batalla a fuerzas abrumadoramente superiores en el seno de la Eurozona, confiando representar el interés general y no sólo a su propio pueblo.
No era una apuesta descabellada, puesto que el endeudamiento y las políticas “austericidas” afectan también a otros países, algunos mucho más grandes, con resultados tanto o más graves y dañinos que en el caso de Grecia. Como resultado de ello, en toda la región se vive un estado de gran agitación, calificado de “clima prerevolucionario que recuerda 1968″ por el Presidente del Consejo de Europa, Donald Tusk, impresionado por la clamorosa acogida del Parlamento Europeo al líder de Syriza, Alexis Tsipras, en la semana previa a la debacle.
Sin embargo, Syriza abordó una batalla decisiva con sus acreedores aparentemente sin haber sopesado bien la determinación de éstos de aplastarlos —reacción torpe y corta de vista, que busca intentar evitar el contagio político en las economías más grandes que tienen un endeudamiento inmensamente mayor que Grecia, pero pone en riesgo el proyecto, progresista, de construir la Unión Europea como un estado supranacional democrático —, y la debilidad de sus aliados para acudir en su ayuda. Careciendo de la indispensable decisión y un plan acabado para trasladar el combate a un terreno más propicio, fuera del Euro, su líder firmó una capitulación total.
Desde entonces, bajo la conducción de Tsipras, Syriza ha venido acatando, más o menos sumisa, las inaceptables exigencias de los acreedores a cambio de nuevos préstamos para pagar los anteriores, actuando en los hechos como una más de las fuerzas políticas de centro que fueron responsables de generar el endeudamiento en primer lugar y se doblegaron luego a las políticas “austericidas” dictadas por sus acreedores, que habían hipotecado ya la soberanía del país en buena medida.
Transformado en su aliado, el líder griego cuenta con todo el apoyo de éstos, y en lugar de caricaturizarlo como un peligroso aventurero como hasta hace tres semanas, lo pintan ahora como un gran estadista empeñado en salvar a su país y le instan a romper con la fracción de Syriza que ha rechazado la capitulación.
Tsipras probablemente fracasará en ese intento, al igual que los políticos socialistas y conservadores que le precedieron. Las condiciones que le forzaron a firmar son todavía más humillantes y gravosas para su país que las anteriores y la situación económica se ha deteriorado aún más en el forcejeo de los últimos meses. Ello inevitablemente afectará la popularidad que Syriza y Tsipras todavía mantienen en la población, que les reconoce su intento gallardo por cambiar las cosas.
Lo más probable es que Syriza se divida y pierda su mayoría parlamentaria, obligando a Tsipras a llamar a elecciones adelantadas cuyas consecuencias son imprevisibles. Habrá que ver cómo se desenvuelve la situación en los meses que vienen, pero el daño ya está hecho.
Los Jacobinos —denominación clásica de la izquierda revolucionaria— hacen política todos los días, aún bajo las circunstancias más duras, pero acceden al poder más o menos cada setenta años, siempre de la mano de recurrentes alzamientos populares de magnitud mayor, para remover las grandes trancas que de tanto en tanto se atraviesan en el progreso de las sociedades, tarea que las restantes fuerzas políticas han sido incapaces de realizar.
Mal que pese a muchos, la historia de las sociedades no sigue un curso de ascenso suave y lineal, sino se desarrolla en medio de oscilaciones cortas y largas, a tumbos, empellones y saltos, como casi todos los fenómenos naturales. Por este motivo la política Jacobina resulta tan necesaria para el avance de las sociedades modernas como las variantes más moderadas —Girondinos en su denominación clásica—, de tendencia más conservadora o progresista, que se alternan la administración del poder en tiempos más normales.
Los Jacobinos no se sientan a esperar que llegue su momento y la revolución los pase a recoger a la puerta de su casa. Muy por el contrario, con buen tiempo, llueva o truene, llevan adelante una actividad política constante en el seno del pueblo, para empujar desde abajo todas las causas más progresistas que en cada momento se ponen a la orden del día, en su país y hasta en los más remotos rincones del mundo, cuya evolución siguen apasionadamente devorando cotidianamente las noticias de los periódicos.
Lejos de constituir una secta fanática encerrada en sí misma, trabajan siempre con amplitud y prudencia, buscando consolidar alianzas con todos los sectores para lograr los objetivos que se proponen en cada momento, los que siempre resultan adecuados a lo que es posible lograr en las condiciones dadas. Se preocupan muy especialmente de crear y fortalecer las organizaciones del pueblo y dirigir desde éstas sus luchas cotidianas, aprendiendo allí a desplegar la ofensiva y también a pasar a la defensiva cuando corresponde, alcanzando acuerdos transitorios que permitan avanzar un poco, sin perder nunca de vista su objetivo mayor.
En las circunstancias de represión severa y a veces asesina que enfrentan de tanto en tanto, saben desplegar la lucha clandestina y organizar y dirigir la resistencia del pueblo, asumiendo muchas veces con decisión todas las formas de lucha, también las armadas, puesto que en esta materia los Jacobinos nunca han sido vegetarianos y saben bien que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Nadie mejor que los griegos para dar testimonio de esta honrosa y aguerrida tradición.
Saben por otra parte que sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria, y que también es cierto todo lo contrario. Por lo mismo cultivan todas las actividades del espíritu y dedican gran atención a la lucha ideológica, apoyados en la riquísima tradición del movimiento revolucionario en este plano. No es raro, por lo mismo, que su influencia sea generalmente muy extendida en los ámbitos de la ciencia, las artes y la cultura.
Participan también activamente de la vida política, creando y cuidando partidos propios o actuando en el seno de casi todos los existentes en el ámbito progresista, y formando parte de alianzas políticas con las cuales acceden al parlamento y otras instancias democráticas, incluso al gobierno desde posiciones de influencia menor en determinadas circunstancias.
Todo ello les permite lograr avances constantes de mayor o menor significación, pero sin perder nunca de vista lo principal, que es su enraizamiento en las luchas cotidianas en el seno mismo del pueblo. Dicho sea de paso, al parecer, en el caso de Syriza este aspecto no fue bien resuelto del todo, puesto que según algunos reportajes que vienen de cerca, sus dirigentes se habrían concentrado casi exclusivamente en la lucha electoral y parlamentaria, al tiempo que el antiguo partido comunista griego del cual provienen en su mayor parte, se concentraba en la actividad de base pero adoleciendo de un sectarismo político no menor; pero habría que ver cómo es la cosa en realidad.
De esta manera, los Jacobinos son los únicos capaces de asumir el desafío de conducir con solidez los asuntos de los países en las circunstancias de crisis en que son llamados a hacerlo. Y puestos ante la tarea, generalmente la asumen con prudencia pero con extraordinaria decisión y firmeza, llevando a cabo aquello que son llamados a realizar.
Usualmente, los Jacobinos resultan derrotados a poco andar, lo que no tiene nada de raro, puesto que si bien los sucesivos alzamientos del pueblo empujan desde abajo el nacimiento y progreso de la era moderna, son otros los llamados a hegemonizar sus destinos. Generalmente son desplazados por Bonapartes, a veces grandes figuras ilustradas y otras, las más, unos brutos redomados, que surgen desde el interior de su propio sector, dispuestos a restablecer el orden domeñando a un pueblo cansado tras años de agitación constante. En otras ocasiones son vencidos por contrarrevoluciones azuzadas desde el exterior, lo que es muchísimo peor.
Casi siempre su derrota sobreviene después que logran cumplir la misión para la cual fueron convocados y junto al pueblo alzado, realizar las más increíbles proezas históricas. Otras veces enfrentan situaciones imposibles y su derrota sobreviene aún antes de empezar.
Sea como fuere, los Jacobinos deben saber enfrentar la derrota y, por aplastante que sea, sobrellevarla con dignidad, recordando que la única lucha que se pierde es la que se abandona.
Es su legado inspirador de pueblos, el gran ejemplo entre muchos otros de los republicanos españoles y los comunistas griegos, cuyas derrotas escribieron el prólogo y epílogo de la Segunda Guerra Mundial. Es también el legado universal de la izquierda chilena después de su derrota el 11 de septiembre de 1973, inspirada en el martirio de Salvador Allende.