Nelson Quichillao López, trabajador del cobre, murió al recibir una de la treintena de balas que carabineros reconoce haber disparado contra huelguistas movilizados en legítima defensa de sus derechos laborales. Ello es consecuencia directa de una pantomima de reacción thermidoriana, que desde hace unos meses se ha pretendido imponer a un país estremecido por la más profunda crisis política desde el retorno a la democracia, impulsada por una gigantesca movilización popular evidentemente en alza.
Su muerte se suma al asesinato de Diego Guzmán a manos de un matón fascista y las lesiones provocadas por un carro lanza agua que dejaron en estado de coma a Rodrigo Avilés, mientras ambos jóvenes participaban en manifestaciones estudiantiles en semanas recientes.
No puede esperarse algo muy diferente cuando, con el propósito explícito de frenar la acción de un gobierno y parlamento elegidos democráticamente para hacer los cambios más impostergables, éstos ahora se declaran imposibles y se busca maniatar a la Presidenta, creando un clima de desgobierno y demonizando las manifestaciones hasta el punto que un torpe responsable del orden público declaró que buena parte de los que marchan son delincuentes.
El principal pretexto esgrimido para el frenazo es la desaceleración económica, que se atribuye a la desconfianza del empresariado, supuestamente provocada por las reformas. No hay plata para realizarlas, se dice, y además contarían con el rechazo mayoritario de la ciudadanía, lo cual es raro puesto que la misma ciudadanía se manifiesta abrumadoramente por cambiar la situación actual. Frente a esto se pide realismo, moderar las expectativas, gradualidad, freno y postergación de las reformas, intentando incluso deshacer parte de los modestos cambios tributarios ya aprobados; en una palabra, se brama por “realismo político”.
La desaceleración es un hecho y se va a poner peor, especialmente si las autoridades económicas cometen el desatino de restringir el gasto público ahora. Ello se debe casi exclusivamente al fin del período de “vacas gordas” del precio del cobre, cuya caída se inició en el mismo mes que la desaceleración chilena y desde entonces se ha reducido a la mitad y probablemente va a continuar oscilando a la baja por un par de décadas.
La falacia es que el ritmo de las reformas deba o vaya a detenerse debido a la desaceleración de la economía. Ciertamente el descontento popular que las impulsa, que ya ha alcanzado niveles explosivos, solo va a crecer con las dificultades económicas y sus consecuencias ya las experimentó Pinochet cuando se vino abajo el precio de las materias primas a principios de los años 1980. Difícilmente se puede calmar predicando moderación de las expectativas, gradualidad en las reformas y toda la palabrería que se escucha por estos días. Todo ello no hace sino acrecentar la indignación ciudadana y la deslegitimación de las instituciones políticas.
Por otra parte, las reformas en su conjunto no cuestan plata al fisco sino al revés, le reportan muchísimos recursos. Ello es evidente en el caso de la reforma tributaria que, por mala que haya salido de la cocina, le ha proporcionado al menos mil millones de dólares extra al fisco ya este año.
La muy moderada reforma laboral no cuesta plata al fisco, como ha dicho la Presidenta de la CUT. Del mismo modo, enterrar definitivamente la política de austeridad fiscal en períodos de crisis permitirá morigerar el impacto recesivo de la baja en el precio del cobre. Intentar sacarla de la tumba en este momento, como parece pretender el actual ministro de Hacienda, sería sencillamente suicida.
Es verdad que la reforma educacional cuesta dinero, pero mucho menos de lo que afirman sus detractores. La mitad de la gratuidad en educación superior se puede lograr de inmediato solo resignando los subsidios fiscales en becas y créditos, a aportes directos a la instituciones de calidad. Para eso no se necesita nueva ley ni más dinero sino sólo reasignar las partidas respectivas en la ley del presupuesto, lo que el gobierno se propone hacer en parte este año y podría haber hecho ya el pasado.
El caso más espectacular a este respecto es la reforma previsional. Terminar con las AFP y utilizar el dinero de las cotizaciones mensuales para pagar pensiones, en lugar de desviarlas a los bolsillos de “industria previsional” y los mercados financieros internacionales, se puede simultáneamente: reducir la edad efectiva de jubilación que actualmente es de 70 años, a la edad legal, jubilando a todos los que la han excedido; duplicar ahora todas las pensiones y reajustarlas anualmente en el índice de remuneraciones y simultáneamente ¡ahorrar subsidios fiscales equivalentes a más de lo adicional requerido para que las familias no paguen nada en educación superior!
Y para qué hablar de la madre de todas las reformas, la renacionalización del cobre. Ésta era difícil de llevar a cabo en los años de “vacas gordas” de precios del metal, puesto que los cantos de sirena de la industria extractiva resultaban entonces difíciles de resistir.
Sin embargo, esta reforma indispensable aparece más urgente cuando el precio cae, las inversiones privadas se detienen y los supuestos beneficios de un modelo exportador de materias primas muestra toda su fragilidad. A nadie le caben dudas que, aparte de las ventajas de pasar a un modelo de desarrollo basado en el valor agregado por el trabajo de los chilenos y chilenas, los ingresos fiscales aumentarían al menos en un 50 por ciento, puesto que a eso equivale la renta apropiada por las mineras privadas que operan en Chile, a lo largo de los últimos años.
Es fácil imaginar el impacto que reformas como las indicadas, que consideradas en conjunto no significarán un peso más de gasto al fisco sino todo lo contrario, tendrían sobre el malestar ciudadano. Ciertamente enojarían bastante a la “industria” financiera, minera, pesquera y forestal, que son las que hoy expropian todas las cotizaciones supuestamente destinadas a la previsión y la mayor parte de la renta de los recursos naturales. Sin embargo, difícilmente agudizarían la indignación ciudadana que está en el trasfondo de la crisis política actual.
Lo contrario sucedería si las reformas se desvirtúan o no se hacen. En el caso de la reforma laboral, no hay que ser brujo para avizorar que pretender “cocinarla” puede bien resultar en el primer paro nacional obrero en serio desde 1973, el horno no está para esos bollos.
El problema que aqueja a las reformas es lo que en ciencia política clásica se denomina “cretinismo político”. Este concepto se refiere a la pretensión de hacer política sin considerar el estado de ánimo prevaleciente en la gran masa de la población, el que se mueve, lentamente como todas las cosas masivas, siguiendo una trayectoria cíclica, con oscilaciones de corto plazo que se inscriben en otras más largas. En política, al igual que en economía, es indispensable saber si se trata de un momento de baja, de calma chicha o de gran actividad. El aplicar en un momento medidas que serían adecuadas a otro puede conducir a los peores errores e incluso a grandes catástrofes.
Existe el cretinismo político de izquierda, que los chilenos conocemos bien, que consiste en pretende “avanzar sin transar” en circunstancias que el ciclo subyacente de actividad política de la ciudadanía atraviesa por un momento de baja, como el que se vivió a partir de marzo del año 1973, o calma chicha como la que se vivió en las décadas de 1990 y 2000.
Al revés, el cretinismo político de derecha es pretender hacer política timorata en períodos de activismo ciudadano ascendente o desbordante. Esta forma de cretinismo político parece campear en Chile por estos meses. Hay verdaderos gurús en la materia, que sacan la voz apenas se produce un pequeño remanso en la actividad política masiva. Ellos todavía no aciertan a comprender porque han perdido casi todo el prestigio ciudadano que gozaron durante a los años 1990 y 2000 ¡Precisamente porque siguen haciendo y diciendo exactamente lo mismo que entonces!
Lo más probable es que la última moda de “realismo” dure lo que un suspiro, aventada por un rebrote aún mayor y menos silenciosa de la movilización popular. Lo que sorprende es la ceguera de quienes promueven hoy el “realismo”, el gran empresariado, los grandes medios y algunos connotados políticos que aparecieron como grandes próceres en el reciente período de calma chicha.
¿Es que acaso no se dan cuenta que la crisis actual no es como las anteriores de la transición, producto de una pataleta de los llamados poderes fácticos, ni tampoco se debe a la torpeza del actor o actriz tal o cual, sino es el resultado de la indignación ciudadana frente a la incapacidad del sistema político de ofrecer un cauce de solución a los problemas y tensiones profundos que se han acumulado a lo largo de más de dos décadas?
Felizmente, Chile cuenta con un sistema de partidos experimentados en todo el espectro político y los más progresistas han formado la coalición más amplia de la historia patria. Muchos de sus dirigentes han vivido no uno sino varios de los grandes estallidos populares que han jalonado el devenir del último siglo.
Ellos saben perfectamente que la única manera de conducir a buen puerto la inmensa cantidad de energía que fluye durante estas erupciones sociales no es intentar frenarlas, sino por el contrario ponerse a la cabeza de las mismas, elevando la puntería de las consignas y formando amplias coaliciones capaces de recoger y canalizar las esperanzas populares y traducirlas en las reformas que se pueden y deben realizar, entre las cuales están todas las mencionadas más arriba, además de varias otras.
Asimismo, estos partidos han aprendido —dolorosamente— a saber apreciar cuando ha llegado el momento de parar y consolidar lo logrado, pero es bien evidente que dicho momento se encuentra todavía bastante lejano en el ciclo actual. Por ahora, sólo cabe exigir del sistema político que se ordene un poco y retome su rumbo reformista con la decisión y audacia que se requieren para los tiempos que corren.
De manera que no haya que lamentar más muertes entre los manifestantes populares.