“Bien por Pablo Larrain y bien por el cine chileno”.
Pablo Larraín ha demostrado tener la osadía y el talento visual para desnudar, en sus trabajos fílmicos, el alma segregadora, clasista y violenta que poseemos los chilenos. Una película generosa en símbolos, que sin duda nos refleja y nos sintetiza como sociedad y nos da un lugar en el penumbroso, frio y desolador claustro escenográfico en el que sitúa la acción y a sus personajes. Al visionar este filme y palpar la valentía y el novedoso punto de vista que nos entrega frente al tema iglesia… abusos… culpas… y pastores descarriados, vemos sin duda, que este notable ejercicio fílmico habla de que en Chile algunas golondrinas sí hacen verano al menos en el vasto terreno del cinematográfico local.
El Club es una película dolorosa, desoladora, triste e iluminada de inicio a fin.
Cinco sacerdotes una monja, un perro galgo una vieja casona y un indigente, enmarcados por un entorno costero rural, gélido y azuloso. “Nos levantamos y rezamos. Después tomamos el desayuno. Celebramos la misa al mediodía. Comemos a la una. Luego cantamos. A continuación tenemos tiempo libre. Rezamos el rosario a las ocho y media hora después cenamos”, comenta en paz y tranquila la monja que ordena, regenta y lava incesantemente con una escoba las culpas de la casa en la que viven escondidos del mundo y de sí mismos un grupo de sacerdotes. Solo importa la puntualidad, el orden y la absoluta normalidad para que así transite de forma subterránea el más triste y repulsivo de los horrores. La santa iglesia (madre de sus súbditos que, por tanto, además son hijos) los tiene ahí ocultos, limitados a estar no existir solo estar.
Pero no todo es la mediática pederastia; a su lado, un capellán militar paga por su silencio ante tanta aberración durante la dictadura; otro se esconde por haber robado niños recién nacidos de manos de sus madres; otro cura que muestra su cordura extraviada en medio de balbuceos y otro que carga con su homosexualidad no aceptada, y la última, la monja de piel prístina y voz calma, simplemente paga por obligación. Si todo no fuera tan trágico, podría estar frente a una comedia.
Hasta que un día aparecen por la casa dos sujetos extraños: una víctima enajenada y lacerada de cuerpo y alma por los actos impuros de un sacerdote pederasta y el emisario de las nuevas jerarquías eclesiásticas dispuestas a acabar de raíz con el problema. “La institución no puede permitirse albergar en su seno a gente incapaz de arrepentimiento”, dice en sottovoce el docto sacerdote psicólogo educado en Europa.
Como ya hiciera en ‘Post mortem’, por ejemplo, donde la dictadura de Pinochet era contemplada desde la fría y aséptica sala de una morgue, Larraín sabe transformar las situaciones más domesticas y rutinarias en inquietantes y tensos símbolos que amalgaman mentes fisuradas con justificaciones bíblicas siempre amenazadas por la tentación del melodrama.
Pablo demuestra una dirección solida en lo actoral y estético y nos lleva a navegar por las aguas mansas, turbias y turbulentas del dolor humano. La referencia a casos reales que han estado en la tapete noticioso nos entrega el ancla a tierra necesaria para conectar este mágico y desolador retrato escenográfico con la severa realidad.
Un filme laberíntico y complejo, desagradable, perturbador, terrorífico y hostil… como debe serlo todo filme de carácter autoral, que se mueve con maestría en una nebulosa zona moral, como el drama que explica. En esa zona donde todas las ovejas y los pastores, por puros que parezcan, acaban teñidos de negro.
El Club es un film simbólico en varios aspectos, a ratos nos parece estar recorriendo el infierno, tal vez el de Dante, y es que la Iglesia en Chile, como me comentó un amigo, es variada, de todo hay en esta viña y tiene razón, pero a esta alturas, debido a sus errores, a nadie le importa demasiado, salvo por el pornográfico morbo tan chileno, de querer ver despeñarse las instituciones debido a sus propios errores. Asistamos a la arena a ver como los gladiadores destrozan a unos tribunos.