Transcurrido un año del inicio de su segundo gobierno, la presidenta Bachelet tenía un saldo más que positivo para realizar: una reforma tributaria que, aunque modesta, reintroducía un criterio redistributivo y una reforma política que acababa con uno de los principales cerrojos institucionales de la dictadura, el sistema binominal.
Con esos dos hitos, en su primer año, el gobierno de la Nueva Mayoría había avanzado más que cualquier gobierno de la Concertación en desembarazarse de la herencia política de la Dictadura y no conforme con ello se aprestaba para un segundo año en el que la Reforma Educacional sería la protagonista (desmunicipalización, Carrera Docente y gratuidad universitaria).
Sin embargo, como ya es sabido esa evaluación pasó a un segundo plano cuando el Caso Caval, en el que estaban implicados el hijo de la Presidenta y su esposa, se tomó la agenda pública y terminó por salpicar a la propia jefa de Estado.
Peor aún, Caval aparecía en momentos en que una serie de juicios laborales habían develado una sistemática evasión de impuestos por parte de algunas empresas a través del financiamiento espurio a los principales partidos políticos del país.
La emisión de boletas ideológicamente falsas para abultar los gastos de las empresas como PENTA y SOQUIMICH, para así reducir su carga impositiva, se había extendido a tal punto que llegaba incluso al círculo más próximo de la Presidenta. La salida del ex Ministro del Interior Rodrigo Peñailillo del Gabinete sería la principal evidencia de esa crisis política.
Al ex Secretario de Estado no se le perdonó la emisión pasada de Boletas por servicios presuntamente no prestados, sino que además se le responsabilizó por no haber advertido a la Presidenta hasta dónde esta crisis podría escalar. Lo que, a fin de cuentas, terminó por costarle una estrepitosa pérdida de valoración política a la mandataria, la que llegó rápidamente a su nivel más bajo de popularidad.
Cuando Rodrigo Peñailillo le recomendaba no suspender sus vacaciones a la presidenta por el Caso Caval ¿subestimaba el papel corrosivo que el caso podría tener o sobreestimaba un capital político que hasta ese minuto parecía incombustible?
El ex Ministro no hizo más que aplicar un criterio de actuación que hasta cierto punto tiene su origen en la máxima de Eugenio Tironi que dice “que la mejor política comunicacional es no tenerla”; que, en el caso de Bachelet, se traducía en una lógica de protección de su capital político mediante la no exposición y en la confianza en sus atributos (credibilidad y cercanía) para sortear cualquier crisis.
Sin embargo, tal como señala Pierre Bourdieu el capital político es un tipo de capital simbólico basado en la reputación y notoriedad que, en tanto acto de fe, precisa ser permanentemente renovado. Por tanto, el político es un tipo de capital que no se puede poner ni debajo del colchón ni en la bóveda de un banco sin la inminencia de su devalorización progresiva. El capital político debe circular y ser arriesgadoconstantemente, su naturaleza es dinámica e inestable: fácil puede venir, fácil se va y difícil es recuperarlo.
Michelle Bachelet parecía ser hasta ahora una extraordinaria excepción a esta idea, aunque se aprestaba a arriesgar su capital político en una serie de reformas que, a pesar de la mayoría parlamentaria con la que cuenta, no dejarían de mermarla, por la presión de los que no quieren cambios y de los que quieren que sean más profundos.
No obstante, su capital político se desvaneció sin siquiera iniciar la discusión de las reformas más complejas (educacional, laboral y constitucional) y por razones totalmente ajenas a su carta de navegación (el programa de gobierno). ¿Es posible recuperar ese capital político perdido?
Si se considera a Michelle Bachelet como una de las principales fuentes de legitimidad que le quedaban al actual sistema político, el que viene acumulando niveles de vaciamiento y desafección crecientes, entonces cabe preguntarse si acaso la súbita pérdida de popularidad de la Presidenta no contribuya a acelerar la necesidad de un cambio que relegitime la política chilena.
La propia mandataria dio luces sobre ello al anunciar el inicio de un proceso constituyente que dote a Chile de una Constitución democrática. Si bien en una nueva Constitución no están las respuestas a todos nuestros males, la generación de un nuevo pacto político-social que refunde las reglas que nos damos para ordenar nuestra convivencia colectiva en democracia es indispensable para re-aproximar a la sociedad civil con la política, sólo mediante el restablecimiento de este vínculo esta última recobrará legitimidad.
Ahora bien, el mecanismo empleado para eso no es secundario, ya que una restricción a la participación ciudadana podría mermar el potencial relegitimador de una nueva Carta Fundamental. Transferir el ejercicio soberano constituyente desde el pueblo a un Congreso en franco descrédito o a un grupo de expertos, podría más bien ampliar la distancia entre el sistema político y aquél.
Si antes de esta crisis el inicio de un proceso constituyente era un buen motivo para arriesgar el enorme capital político presidencial, hoy cuando el mismo se ha reducido, una nueva Carta Magna aparece como la oportunidad de traerlo de vuelta.
En ese proceso, obviamente el papel que le cabe a Michelle Bachelet no es menor.Para sortear la actual crisis, no será suficiente guarecerse con un equipo ministerial más o menos competente y, por más que sean bienvenidas las medidas de probidad anunciadas no revertirán un escenario de descrédito político más bien estructural.
La Presidenta debe arriesgarse y tomar la iniciativa, no ya para recobrar un capital político perdido, sino más bien para ser la principal catalizadora de la reconstrucción de un sistema político que sea coherente con los intereses colectivos del país.Una Nueva Constitución que empodere a los ciudadanos y en la que éstos se vean reflejados, no puede prescindir de ellos mismos.