Cambiar el sistema de elección de los senadores y diputados, el infame binominal, era desde la recuperación de la democracia una de las banderas de lucha centrales de los opositores al legado de la dictadura. Al mismo tiempo, el binominal fue durante 25 años el chivo expiatorio para todas las tareas incumplidas de la centroizquierda: no se podían aprobar reformas laborales, tributarias, a la salud o a la educación, se decía, por el veto legislativo que daba a la derecha.
¿Qué pasó? ¿Cómo es que bajo la misma constitución tramposa de 1980 la presidenta Bachelet puede promulgar hoy un nuevo sistema electoral que sepulta, definitivamente, a esta bestia negra de la transición? A mi juicio hay dos explicaciones: primero, los enclaves autoritarios favorecen cada vez menos a sus creadores. Segundo, las élites políticas y económicas empezaron a tomarse en serio la anunciada crisis de legitimidad.
Varios de los amarres de la dictadura tenían fecha de vencimiento. Por eso la avalancha reformista ha venido in crescendo. Si no hubieran sido eliminados, los senadores designados y vitalicios hoy favorecerían, en votos, a la centroizquierda. Ningún arreglo institucional puede predecir con exactitud la realidad política por venir y por eso se dice que son más estables aquellos que cuentan con legitimidad democrática.
Para generar adhesión, las normas deben ser imparciales. La ley de tránsito señala que todos los vehículos deben detenerse frente a un semáforo en rojo. Pero si las luces siempre fueran verdes para algunos y rojas para otros, el sistema dejaría de funcionar.
El binominal, como es sabido, favorecía a la coalición de derecha impidiendo que la de izquierda le pasara aplanadora, como hubiese ocurrido por ejemplo si en 1989 se hubiera usado un sistema uninominal o proporcional. Pero también favorecía a la coalición de centroizquierda al garantizar la sobrerrepresentación de la primera y la segunda fuerza electoral. No hay duda que la Concertación se acomodó con facilidad al modelo heredado. Y eso contribuyó a la crisis de legitimidad.
La binominalización de la política chilena empezó a parecerse peligrosamente a lo que en Venezuela se conoció como los pactos de punto fijo, acuerdos entre los principales partidos que antecedieron al colapso de ese sistema político, o a lo que Chantal Mouffe ha descrito como la falta de verdaderas alternativas políticas en la socialdemocracia europea.
Los pactos y negociaciones entre élites basadas en lo que Max Weber llama “ética de la responsabilidad”, por oposición a aquella de la convicción, fueron el sello del tránsito a la democracia, un proceso elogiado por su gradualidad. No hubo, como en otras transiciones, un sector derrotado que sufriera castigos severos, purga estatal, nueva constitución y otros fenómenos típicos de un radical reemplazo de régimen.
En cambio, el trauma de los otrora jóvenes revolucionarios de la Unidad Popular los habría llevado a una conversión de la intransigencia a la aversión al conflicto; lo que Alfredo Jocelyn-Holt cristalizó en su frase del avanzar sin transar al transar sin parar. Así fue como la transición pactada dio paso, en gran medida por las restricciones del binominal pero también por el convencimiento de sus líderes, a la llamada democracia de los acuerdos. La derrota de la Concertación el 2010 marcó el fin de este modelo.
Por muchos años encuestadores y académicos han advertido con preocupación la baja adhesión al sistema político, el envejecimiento del electorado, el congelamiento de un sistema de partidos “hidropónico”: verde en la superficie pero cada vez más alejado de su raíz social. Los recientes escándalos sobre dinero y política contribuyeron a sensibilizar a las élites sobre la imposibilidad de seguir haciendo las cosas como se han hecho hasta hoy.
No se trata de juzgar con los ojos del presente los desafíos de comienzos de la transición, pero a 25 años del fin de la dictadura, la falta de alternativas reales ante un sistema que perpetúa graves inequidades no puede sino generar una crisis de confianza.
La sensación de que las decisiones están tomadas antes del proceso político – como ocurría con frecuencia con la nominación de los candidatos al Congreso—contribuyó al descrédito de las nociones de consenso, acuerdo o pacto.
Sin embargo, la política se basa, justamente, en la deliberación sobre los asuntos públicos y la capacidad de incluir a quienes piensan distinto en soluciones lo más compartidas posibles. La democracia es, al mismo tiempo, el gobierno de la mayoría y el respeto de los derechos de quienes no forman parte de ella.
El fin del binominal es un paso muy importante en la tarea de acortar la brecha entre representantes y representados. No es el fin de todos los males de la democracia chilena, pero es tal vez un buen comienzo.