Tiempo atrás, un escritor chileno se preguntaba si la Mistral usó alguna vez pantalones. Quizá no fuera más que un eufemismo para disfrazar desvelos del ambiente en torno a los entresijos amorosos de nuestra Nobel.
Niña errante, epistolario entre Gabriela Mistral y Doris Dana, contiene en su preámbulo afirmaciones que erigen a su autor, Pedro Pablo Zegers, en máximo detractor del lesbianismo de la laureada elquina. Solo habría una tierna amistad, con ella en “posición de maestra” y Doris de discípula y la varonil rúbrica “tuyo” no revelaría más que un ascendiente paternal y protector.
Cierta crítica se ha esforzado salvaguardando la imagen de la profesora rural cuya fallida maternidad se compensa alucinatoriamente en cantos y rondas infantiles, alejándola pudorosamente del torrente sáfico.
A esta comezón no escapa Jorge Edwards: “Pienso en las cartas de Gabriela Mistral a Doris Dana y creo que demuestran su enorme capacidad de amor, su riqueza emocional trágica, su imaginación desbordante, pero no puedo asegurar que la relación de la maestra con su discípula norteamericana, treinta y tantos años menor que ella, haya sido exactamente carnal. No creo que nadie pueda asegurarlo”.
Sepa Moya, cómo pudo Edwards ignorar esta declaración: “Te lo repito: yo no soy la bestia de mera calentura física que tú has visto en mí. (…) Pero eso no fue hecho por otra cosa, fue un amor violento de alma y cuerpo. Gabriela.”
Miriam Loebell en El sabor de la errancia soslaya esos recatos y tras un golpe de timón navega con desenfado por rumbos contrarios.
El tema no cambia: la Mistral y su empalme con Doris Dana, cuando ya premiada en Estocolmo vivió algún tiempo en México e Italia. La situación apenas se disfraza nombrándolas Luciana Morea y Doro o Dorothy. Loebell, apoyada en textos de Niña errante los reescribe recargando las tintas en la intimidad de las amigas.
Ahora, Luciana – Mistral galopará “sin bridas y sin estribos” por las praderas eróticas encandilando y cortejando a las jovenzuelas que se le pongan por delante. Infatigable sátiro o fauno más o menos consciente de tener ya poco hilo en la carretilla:
“Mijita, el amor es un estado de gracia. ¿De qué sirve pensar si durará diez años o unos minutos? ¡Vivámoslo!”
Ese derrotero muestra acaso lo más logrado de la narración. Viajes en barco, bailes, bebidas y algo de drogas expresan a esta Luciana, dama mayor y de posibles, como dicen los españoles. Y forzando límites y atardeceres de la virtud, vigilante e idónea en la complacencia de sus mancebas, asume la delantera en los avatares de la posición horizontal, ajena a los parámetros del convencional eterno femenino.
Por cierto, estamos lejos del perfil usual de esta “mujer nada de tonta” según la llamara un académico.
Sin duda, mucha carne y hueso tiene la Mistral de Loebell, tanta que pena su continente filosófico y político. Simplona, bordeando la cursilería en algunos incisos y absorta en las diligencias de Eros, la literatura parece no existir para ella. Ni tampoco sus amistades, tan importantes en el despliegue de su creación literaria. Roberto Matta se reduce a menos de una línea en las páginas de esta novela.
El mismo que la visitara cuando era consulesa en Lisboa: “Le vino como una especie de lástima de verme tan decangajado y entonces me invitó a almorzar, y como se hizo demasiado tarde me quedé a dormir. Y así estuve tres meses en su casa”.
“Es verdad que me enamoré de ella y le pedí su mano. Porque era muy buenamoza. Tenía unos ojos enormes y hablaba con gran dulzura. Me dijo que podía ser mi abuela y que mejor me callara”.
La vieja nortina, inmersa y recubierta por la dominante pátina hedonista, despejada de sus afanes sociales, estéticos y políticos, pierde tonelaje transformándose en pura pasión; vulgar hembra tórrida y ardorosa.
Loebell, empleando la mayor parte de sus energías en el intento por desmontar la visión oficial mistraliana, desecha aspectos básicos. Sus “recados” sobre el trópico frío o las referencias bíblicas, por ejemplo: “La Biblia es para mí el libro. No veo como puede alguien vivir sin ella”.
O la prosa americanista de sus inquietudes sociales:
“Yo deseo unas repúblicas futuras en que los motes tontos de rey del aceite o rey del azúcar, se dejen de mano para resucitar, en cambio, estos bellos nombres medievales: el Maestro del cuero, el Maestro del cáñamo o, si se quiere volver a las caballerías, el Caballero de la forja. Bueno será reemplazar algunas de tantas fiestas cívicas nuestras por festividades artesanas, la del hierro o la de los paños, la del choapino o el sarape”.
“En mi valle el hombre tomaba sobre sí la mina; la mujer labraba. Antes de los feminismos de asamblea y de reformas legales, 50 años antes, hemos tenido allá en unos tajos de la Cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche, en nuestras lunas claras, la viña y el huerto frutal; he trabajado con ellas en la llamada “pela del durazno”.
Aunque desbarranca por esa sensualidad magra de espíritu que recubre a la suprema doña de nuestras letras, el relato se deja leer. Un asequible esfuerzo por sobrepasar el simil agrio y frugal heredado de algunos cultores mistralianos.