Casi de manera compulsiva, muchos analistas llevan años intentando dar por finalizada la transición de la dictadura a la democracia.
Que la salida de Pinochet de la Comandancia en Jefe; que el término de los senadores designados; que la Constitución que firmó Lagos; que la primera mujer Presidenta de Chile; que la alternancia en el poder; que la legislación que termina parcialmente el sistema binominal, etc., etc.
Todas aproximaciones burocrático formales, tan propias de abogados, casi pensando que la transición se terminaba por decreto.
Pero como reclama mi amigo Andrés Palma, “a la política chilena le falta mucha sociología”. Y claro, todas las defunciones precipitadas han dejado de lado las consideraciones propias del funcionamiento del sistema social, que se niega a dar por terminado un periodo…hasta que realmente el termine. Y eso no se hace por decreto.
Así, nuestra transición sigue vivita y coleando. Y ahora coleando en serio.
Los últimos hechos, despertados por los fiscales y no por otro intersticio de nuestra institucionalidad, que apuntan a que la sociedad y la justicia conozcan los maridajes entre política y dinero, vuelven a dejar en claro que la transición no ha terminado.Como otras veces en la historia, “los muertos que vos matasteis gozan de buena salud”. Y la transición se niega a morir.
Tal vez porque nunca ha existido la real voluntad de los actores políticos relevantes, por asistir a su entierro. Ello supone un acto de coraje mayor, pues después de enterrar una “grata transición”, hay que hacerse cargo de lo nuevo.
Y lo nuevo siempre genera miedo entre los conservadores. Los propios y los ajenos han transitado, de la mano de la transición, el camino cómodo de “avanzar de a poquito”, sin percatarse que en una sociedad de las comunicaciones, el ritmo de la información colectiva avanza a años luz de diferencia de los cambios institucionales, que los poseedores de las posiciones de poder y privilegio solo quieren ralentizar.
Y hoy todo eso nos explota en la cara. Entonces, la primera reacción de tantos es esconder la cara, suponiendo que la demanda por transparencia y probidad solo avanza en línea recta, pero ella se cuela en todas direcciones y, por lo tanto, envolverá a todos, más temprano que tarde.
Al inicio de la transición, los que negociaron con la dictadura, convinieron que no se investigaría el robo de las empresas del Estado, realizada por el entorno del dictador.
Ello, probablemente más salvaje que lo que hoy conocemos, fue aceptado socialmente. El temor a una involución autoritaria; la supremacía del valor del término de la dictadura y el inicio del tránsito democrático; o simplemente temores mal dimensionados, permitió que, con o sin toma de conciencia de lo que ello significaba, los ciudadanos, perplejos, aceptaran esto como un costo razonable a cambio del término del horror de 17 años.
La pregunta entonces es, ¿está el subsistema social en condiciones de aceptar cualquier salida “política” de la actual coyuntura?
Probablemente no. ¿Y entonces, qué?
Tal vez haya que considerar algunos elementos previos, sin los cuales cualquier fórmula carezca de legitimidad y, con peligro de no ser aceptada, generando con ello un rechazo social de imprevisibles consecuencias.
Lo primero, estar disponible a juntar la verdad oficial, con la que ya conoce la sociedad.Es decir, volver a la primacía de que la verdad es una sola. No es posible seguir con una disociación tan alta entre lo que los ciudadanos ven y los que la institucionalidad política quiere mostrar. Este es uno de los elementos centrales de la crisis.
Hasta aquí esta pega la hacen los fiscales, convertidos en modernos súper héroes, de una ciudad que permanece perpleja, pero que empieza a manifestarse. Como en todos los procesos sociales significativos, primero en sordina, luego a los gritos y, en los desenlaces trágicos, en fenómenos de convulsión. ¿Dónde estamos? Nunca es fácil afirmarlo, por la dinámica de los hechos. Pero estamos transitando ese camino, sin dudas.
En segundo lugar, tener la voluntad real de, efectivamente, terminar con la transición.Esto es, con los comportamientos social y políticamente aceptados, que emparentan a muchos ocupantes de los roles de dirección institucional, en muchos procedimientos y prácticas, con las propias del periodo dictatorial.Sobre todo aquellos que dicen relación con el oscurantismo en el tratamiento de los asuntos públicos, pese a que esos mismos actores han legislado una ley de transparencia y otra del lobby.
Esto es lo más difícil. Históricamente las élites tardan más que el vulgo en aceptar la necesidad de los cambios institucionales, luego que los cambios sociales ya se han consolidado. El terror a la pérdida del poder adquirido les hace ciegos o, peor aún, irresponsables. A sabiendas que la realidad ya no acepta más dilaciones, se tienden a encerrar en un mundo que no existe, pero que, como toda burbuja, mantiene el micro ambiente cálido en que pareciera que nada ocurre.
Eso pasa por muchos aspectos. Desde luego, terminar con la perorata, con tono de monserga, que tiende a identificar a nuestro país como exento de corrupción. Ello no es cierto y lo saben hasta los párvulos. No era necesario que lo recordara el Contralor. Más valor habría tenido que en su largo período hubiera realizado un mayor aporte al freno de este fenómeno.
Después, acometer, en el muy corto plazo, la tarea de legislar las más altas penas a quienes hacen trampa, para ser elegidos en cargos de representación, para tomar posiciones relevantes en el manejo de sociedades comerciales, o en cualquier actividad que sea relevante para la vida nacional, sobre la base del entendido que los asuntos públicos –y ello involucra a las empresas- son verdaderos “temas de Estado”, que por lo tanto serán celosamente custodiados y, quien quiera ser actor en ellos deberá estar disponible a ser sometido a estándares éticos mucho mayores que para el resto de los mortales.
La legislación en países donde estos hechos ocurren con mucho menos frecuencia, tienen normas de este tipo.
Si la cárcel, la pérdida del cargo y la inhabilidad perpetua, acompaña al tramposo, probablemente inhibirá a muchos de participar en los asuntos colectivos y, los que persistan, deberán pagar duras consecuencias. Pérdida patrimonial significativa y cárcel efectiva, serán así antídotos eficaces para ello.
En definitiva, de lo que se trata es de aceptar que los hechos conocidos en estos meses no serán posibles de ser soslayados como en otras circunstancias. Nadie podrá pretender, en su sano juicio, que el país permanecerá impávido si se le dice que toooodos los involucrados efectivamente trabajaron honestamente para las empresas involucradas. Ello no es creíble ni aceptable. El viejo refrán será recordado: “lo que tiene mal olor, perfumado huele peor.”
Asunción de la verdad, castigo a los que han trasgredido las normas y batería de iniciativas legislativas que endurezcan las sancionen, de manera muy significativa, componen la trilogía que, tal vez, permita transitar el camino del término de una transición que se ha negado a morir, probablemente porque, hasta aquí, nadie la ha querido matar.
Solo un proceso así llevado posibilitará dar sustento ético y estético a un acuerdo nacional aceptado socialmente, que preserve la credibilidad básica de las instituciones políticas, cuyo debilitamiento debe terminar. Pero ello no se producirá, tal vez nunca más, por entendimientos a espaldas de los ciudadanos, que hoy escrutan, no solo con el voto, sino con redes sociales activas y accesos a diferentes medios, inimaginables hace 25 años. Los ocupantes de los roles de poder están obligados a asumir esta realidad.
Al fin, ¿asistiremos al término de la transición? La respuesta es siempre la misma.Dependerá de los actores relevantes y será solo si ellos se deciden a dar el paso. ¿Están disponibles? Hasta aquí no parece, desgraciadamente.