Una nueva camioneta hace su entrada al mercado. Lo hace cargando – según lo muestra el aviso – un tronco gigantesco. Tiene una capacidad de una tonelada, se asegura, y es probable que ese sea el peso de la pieza que carga. El publicista que diseñó el aviso tal vez no sepa que la nueva camioneta acarrea consigo un cadáver que, privado de toda fuerza vital, no puede sino dejarse arrastrar para el regocijo de un público seducido por la nueva cuatro por cuatro, el vehículo utilitario por excelencia.
No sabe el autor de la publicidad que, de haber sido otra la historia, ese árbol, antes de morir, habría liberado todo sus nutrientes para beneficio de sus congéneres y de buena parte del millón de especies de microorganismos que habitan bajo el suelo.
De haber muerto en el bosque, el árbol, cuyos despojos se exhiben en la propaganda, habría alimentado a miles de insectos y a no pocos pájaros carpinteros; se hubiera cubierto de helechos y musgos que, a su vez, serían el hogar de otros tantos seres gracias a los que la vida es posible.
La publicidad ignora que cuando ese tronco era árbol podía acarrear desde la tierra ochenta, cien, doscientos litros de agua al día, a través de un sistemas capilar que ningún ingenio humano es capaz de emular. También ignora que esa agua evaporada puede formar nubes a través de las que los ciclos de la vida se regeneran. Al mismo tiempo, y para cuidar su delicado mecanismo hidráulico, ese árbol estaba llamado a protegerse endureciendo su tronco que sostiene la vida, aunque el maderero lo prefiera ver como chips para la exportación.
Y pese a que se les describa compitiendo por la luz solar, los árboles son mucho más sociables y generosos que sus perseguidores humanos. Bajo el suelo sus raíces se entremezclan y, en su interacción con otros organismos, van creando la condición que les da vida.
Frente a la amenaza de algunos depredadores, por ejemplo, los árboles secretan químicos que motivan a sus congéneres a activar sus propias defensas. Conversan a su manera y lo hacen para protegerse recíprocamente. Una colonia de álamos en Estados Unidos ha llegado a reunir 50 mil ejemplares, entrelazados por sus raíces, para formar un cuerpo de alrededor de 7000 toneladas en un área de cuarenta hectáreas. La suerte de cada individuo depende de su relación con los demás y con las asociaciones que establece con pájaros, insectos, vientos.
Curioso porque el fabricante de autos, el publicista, el inversionista, piensa todo lo contrario de lo que los árboles piensan: la suerte de cada humano, dicen los expertos, depende de cuanto pueda sacar para sí cada quien. Algo así como la ‘capitalización individual’. Aunque en el sacar termine por dejar a los otros y, finalmente, a sí mismo sin nada.
Tal vez ello explique la xilofobia, u odio a los árboles que caracteriza a nuestras sociedades: en su generosidad, los árboles son el reflejo invertido de economías que han tornado la avaricia, la competencia y el individualismo en una forma de vida, al punto de pensar que es ley de la naturaleza la ‘supervivencia del más apto’.
Si una buena parte de los pueblos de la tierra reconocieron en los árboles potencias que trascendían a la propia humanidad era simplemente por sabiduría: no había en ellos superstición ni fetichismo ni una mentalidad ‘primitiva’.
No había ninguna de las falsas ideas con que se les acusaba desde el seno de una civilización que era la única que, en definitiva, había caído en idolatría. Sólo un mundo como el occidental, arrastrado por la codicia y por un miserable sentido utilitario de las cosas, podía llegar a ver solo madera donde habían árboles, musgos, hierbas, pájaros, insectos y una infinita variedad de otros seres.
¡Qué pobre la mirada de la Enciclopedia de Diderot que no ve en el bosque sino una sumatoria de árboles! “Nuestros robles”, se escribe allí, “debieran dejar de ser reverenciados para, en cambio, obtener de ellos un beneficio económico”.
La arrogancia de un puñado de seres humanos reunidos en torno a ideas fuerza que no superan sino las decenas de años – competencia, ganancia, lucro, escasez – no puede resultar sino absurda cuando se la mira con ojos de árbol añoso.
¿Qué son esas décadas para los doscientos, cuatrocientos, mil años que algunas especies arbóreas llegan vivir?
¿Cuántas veces los técnicos y las instituciones públicas han designado como ‘inviables’ a comunidades que llevan cientos de años habitando sus territorios?
La mente occidental, encandilada por la Iluminación, no es capaz de reconocer que la tecnocracia es cosa reciente y que, en cuanto al saber, les preceden, y muy probablemente les sucedan, los antiguos, las y los moradores de antaño, a no ser que, en aras de un beneficio económico, no hayan introducido (vía créditos fiscales), las motosierras en las quebradas donde árboles y antiguos todavía pueden convivir.
Qué duda cabe que la ignorancia de nuestro publicista es de larga y antigua data y que no es muy diferente de la del profesional universitario y demás representantes de un utilitarismo rentable.
El pesado leño que ilustra la capacidad de carga de una camioneta no es más que eslabón más en la perpetuación de un analfabetismo radical: aquel que no es capaz de leer en la naturaleza los signos de la vida.
Presuroso llega el comprador a aprovechar la oferta del mes y transa, por una decena de millones, sus esfuerzos personales, los de su familia y las privaciones que acompañan el pago de las cuotas que se avecinan en los próximos cuarenta y ocho meses.
A cambio puede lucir entre sus vecinos un objeto muerto que, merced a la combustión de fósiles igualmente muertos, puede trasladar trocitos de vida, aunque ello signifique asfixiarles también.