El Cardenal Martini, Arzobispo de Milán confesó que desde niño tuvo algún problema con la imagen de Cristo Crucificado. Se comprende, un hombre que muere clavado a dos maderos es una imagen triste e impresionante. Así lo fue para los discípulos cuando históricamente vieron morir a su maestro y profeta.
Después ha habido un proceso de rehabilitación y aún exaltación de la imagen del crucificado. Se ha dicho que fue un hecho necesario para satisfacer a Dios los pecados de los hombres, pero decir esto es una barbaridad porque Dios no es cruel, es un padre misericordioso que nos ama y nos perdona.
Decir que Cristo nos “redimió” significaría que “pagó un precio” para rescatarnos del castigo que merecíamos por nuestros pecados. Esto supone que Dios exige un “precio”, un “pago” para perdonarnos. No es esta la actitud de un Dios que nos ama y nos salva sin exigir compensaciones.
Hay oraciones y liturgias que ven en la muerte de Jesús un sacrificio expiatorio semejante a los sacrificios de corderos y otras víctimas en expiación por nuestros pecados. No podemos quedarnos con estas imágenes primitivas. No hay que decir que Jesús nos salvó por su sangre derramada o por su muerte sino por el amor con que entregó toda su vida por la salvación de la humanidad.
Aclaradas las ideas podemos reconocer en la imagen del crucificado, el amor de Jesús y del Padre por nosotros. Amor que nos entregó la salvación.
Nuestra salvación consiste fundamentalmente en que Dios nos acoge como hijos adoptivos otorgándonos una participación en su vida eterna. Dios acogió a Cristo resucitándolo de entre los muertos y a nosotros nos toma como hijos adoptivos en su Hijo unigénito (prescindimos de las discusiones teológicas sobre las relaciones “trinitarias”).
Cristo vive resucitado dice S. Pablo, en un cuerpo inmaterial. Vive en nosotros ya desde ahora y después por toda la eternidad gracias a nuestra unión con Él. Y nuestra unión con Él se hace por la fe, creyendo en Él.
Pero tomemos nota –es muy importante .
La fe que nos unirá radicalmente con Cristo no ha de ser una fe intelectual, sino una fe de abandono, de entrega amorosa. Es el Cristo del evangelio pero viviendo el hoy en la coyuntura actual. Puede haber momentos en la vida en que Dios nos toca haciéndonos sentir esta presencia de Cristo, otras veces es un tranquilo querer creer el que alimenta nuestra fe. Siempre es el llamado de Jesús en sus diversas formas: “se ha cumplido el reino de Dios”, “convertíos y creed en el evangelio”.
Esta motivación es ante todo individual. La conciencia personal es el centro donde se escuchan las voces y se responde con las decisiones. En la conciencia resuena esa voz de Dios que exhorta, ilumina, reprende, aplaude, y tantas veces llena de gozo y satisfacción el espíritu.
Pero también ha de haber una fe colectiva que inspira a la comunidad de fieles y los inspira ante todo en la línea de esa “co-munidad”, esa tarea común que los une, que los orienta, que constituye un alma que anima el cuerpo.
Nos preguntaremos ahora dónde están esos cuerpos animados por el Espíritu de Jesús, dónde están esas comunidades aunadas por la vocación del Espíritu, dónde están esas comunidades que juntas constituirían la comunidad del pueblo de Dios.
Voy a tratar de entregar algunas respuestas desde una experiencia indudablemente limitada, la mía. Existen esas comunidades donde palpita el Espíritu de Dios. Pienso espontáneamente en una comunidad que se titula Cristo Vive, la conocemos en Santiago orientada por Carolina Meyer, bien conocida en Chile y en el extranjero.
Tengo la impresión de que en esta comunidad realmente Cristo vive. Estarían aquí las comunidades de base que la iglesia chilena ha tenido y que en alguna forma subsisten en diversas partes.
En muchas parroquias evidentemente está ausente el espíritu que los debería aunar. Parroquias donde se juntan fieles que tal vez viven del Espíritu pero no se comunican a través de Él, no forman comunidad.