“Era el mejor y el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y de la estupidez; la época de la fe y de la incredulidad; la estación de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. En el porvenir lo tendríamos todo y no tendríamos nada, todos íbamos directamente al cielo y directamente al lado opuesto.”
Así comienza Historia en dos ciudades, novela dickensiana ambientada en París y Londres, en análogo período al que Olympe de Gouges (1748 – 1793) sobrelleva los últimos pasajes de su azarosa existencia. Nacida en Montauban, de las bodas de un carnicero con la heredera de un negociante de telas; aunque según cierta cursilona maledicencia, habría sido fruto impropio de un aristócrata y la esposa del mencionado charcutero.
Viuda y convencida de que el matrimonio es la “tumba de la confianza y del amor” se traslada a París buscando una mejor educación para su hijo. Allí, en los salones literarios conoce a la crème intellectuelle y pronto figurará en el Almanaque, especie de Who’s who parisino. Monta una compañía de teatro itinerante que recorre Francia con sus creaciones.
No obstante, La esclavitud de los negros, grito liberal sobre aquella abyecta realidad, sería rechazado por la Comédie Française, dependiente de la Corte de Versalles, confortable hábitat de florecientes esclavistas. Y antes de que la Revolución le permitiera ser representada por esos mismos actores, Olympe pasó una temporada en la Bastilla. Igualmente, soslayando el encumbrado lobby colonial, mantuvo la actitud abolicionista y comenzó a diseñar ambiciosos proyectos de reforma social.
Si bien en los inicios preconiza la monarquía constitucional –San Martín y otros próceres sudamericanos lo harían más tarde- pronto se declaró republicana. Combatió el Terror con energía suicida e impugnaba la condena a muerte de Luis XVI; consumado el magnicidio, envió a Robespierre una carta injuriosa. Sin duda, criticar al Incorruptible y manifestarse solidaria con los desplazados girondinos fueron agravantes en su tragedia personal.
Atrapada por la maquinaria de dogmas autoritarios de una revolución olvidadiza con las mujeres, pronto estaría ante el inapelable Tribunal Revolucionario que, cual Reina de Corazones de Lewis Carroll, ordenaba a diestra y siniestra perentorios cortes de cabeza. Sola enfrentó a esa docta corporación y resultaría convicta por “aspirar a un Estado federado”.
En medio del homenaje de airadas trabajadoras ascendió al patíbulo, y honraría su martirio con estas palabras: “Si tenemos el derecho de subir al cadalso, debemos tener también el de subir a la Tribuna.”
Pierre Aubry, el hijo adorado, públicamente y ligero como un alguacil abjuraría de ella. Por cierto, no es un símbolo del amor filial; el buen Pierre sólo trataba de mantener su testa en el lugar habitual.
En cuanto a Dickens, suele atribuirse a Historia en dos ciudades una visión escéptica o frívola frente a la Revolución, quizá por las reiteradas ironías en torno a la guillotina: “la mejor cura para el dolor de cabeza”; “preventivo infalible contra las canas, que imparte una delicada palidez al cutis”; “signo de la regeneración del género humano”.
Su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, partitura clave para comprender el feminismo moderno, Olympe de Gouges la inicia con esta demanda: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”. En seguida, intercede explícitamente por la supresión del matrimonio, por el divorcio, por la firma de contratos anuales entre concubinos, y un sistema de protección materno-infantil. La creación de talleres nacionales para cesantes y de hogares para mendigos.
Sin excepciones, mujeres y hombres, nacemos libres e iguales en derechos: propiedad, seguridad y resistencia a la opresión; la universalidad de la ley expresa la voluntad general.
Ciudadanas y ciudadanos deben acceder a las dignidades, puestos y empleos públicos, de acuerdo con sus capacidades, virtudes y talentos; la libertad de pensamiento y de opinión es uno de más los preciados derechos humanos.
Olympe estableció una premisa mayor indiscutible para medir la validez de cualquier Constitución: son nulas aquellas donde la mayoría de los habitantes del país no ha cooperado en su redacción. Propicio argumento para recordar lo que “no hicimos y pudimos y debimos y quisimos hacer” acerca de la asignatura pendiente que todavía tenemos.
Curiosamente esta notable deslegitimadora de jerarquías patriarcales y activista del ciclo revolucionario, es una de las más ignoradas históricamente. Acaso por desafiar la falocrática negación de las capacidades femeninas para la esfera pública.
Basureada por sus contemporáneos sufrió además la misoginia del siglo XIX, cuando la gentil descortesía de esos “descubridores” la tilda de enferma de “paranoia reformataria”, “chalada en sus muchísimos días malos, y perdedora en los buenos” o “plagiaria de dudosa capacidad”. Esa intelectualidad, naturalmente, rebatía la mera noción de ideólogas o revolucionarias.
Las mismas huestes feministas, ariscas en el registro de esta adelantada, tardíamente reconocen su aporte a la reflexión política y a la causa de las minorías. Flora Tristán, por ejemplo, con lego egocentrismo se autoproclamaba en 1848: “La primera que ha establecido el principio de los derechos femeninos”.
Por las féminas tuvo empatía sin indulgencia; en alguna medida, las juzgaba responsables y solamente unidas podrían liberarse de la “administración nocturna” de los hombres.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, Olympe dejaría de ser caricatura convirtiéndose en acreditada librepensadora y humanista, estudiada en Estados Unidos, Alemania y Japón.
Durante el bicentenario de la Revolución Francesa profusos homenajes resaltaron su persona, pensamiento y obra. El teatro y escritos suyos reviven, pero fallarían las peticiones a Jacques Chirac para trasladar sus restos al Panteón de París.
En Francia, colegios, institutos, teatros, plazas y calles aseguran su memoria.