¿De mí? ¿Qué no saben que tengo un doctorado? ¿Qué estuve en París? ¿Qué me acaban de publicar…? Perdón, pero creo que ustedes nada saben. Los veo en sus mundos menudos, girando siempre en torno a la copucha del día, hablando de mí como si no tuvieran otra cosa que hacer.
Yo los entiendo. No es fácil llegar donde yo he llegado. A la Yve League no llega cualquiera. La Penn University… ¡No tienen idea de lo que es eso! El campus lleno de esculturas, Benjamin (no Benjamín) Franklin está por todos lados y esas esculturas postmo, ese botón medio partido, perdón, poco saben de lo que es el arte.
¿Historia conocida? ¿de sobra? ¿Le ha tocado soportar conversaciones en las que la otra persona no solo ha hecho lo que usted ha hecho sino que lo ha hecho mil veces mejor?
“Estuve en el Museo de Gabriela Mistral”, se atreve a decir uno que se aventuró por el Elqui. “Sí, es interesante”, contesta el otro. “Pero … ¿no has ido a la casa de Atahualpa Yupanqui? Esa sí que es impresionante?” Y, de ahí, paciencia. Pisará las huellas de Anna Frank en su casa en Amsterdam, visitará el motel donde fue inmolado Martin Luther King, y así, hasta que el interlocutor se vea convocado por otras tareas más importantes, más urgentes, más necesarias, que estar perdiendo el tiempo con uno.
Es el narcisismo. Para muchos la enfermedad de la época. Para otros, un mal de todos los tiempos, un mal necesario quizás, pero mal al fin y al cabo. Convencidos de su valía, los próceres de sí mismos suelen ser creativos, tratan de sacar ideas que de tarde en tarde dan con algunos blancos y permiten avanzar en las ciencias o en las artes. Pero, a costa de los muchos y muchas que se ven aplastados por el imperio de su inmodestia. “Aléjense de ellos lo más pronto posible”, recomienda un experto en el tema.
¿Qué es lo patético del tiempo contemporáneo? No es el deseo – irrefrenable, a veces – de sacar adelante una idea, de inaugurar una nueva aventura tecnológica o de procurar una medicina que le lleve a uno, si no a la inmortalidad, por lo menos al Nobel. Son deseos genuinos, ¿no? Lo patético, creo, es la voracidad por ser reconocido, por demandar atención, por hacerse notar. Lo patético es tratar de hacerlo de modo irrefrenable y, en el intento, inventar credenciales y méritos que, en rigor, nunca han sido obtenidos. Lo patético es lo inauténtico.
Lo indeseable es que se impongan los hits, los like, para medir la valía de cada cuál. Que sea el número de amigos en Facebook, las respuestas que uno genere en el Twitter, o las publicaciones ISI – empresa que acaba de cumplir cincuenta años contando cuantos artículos publica cada científico – que mida el quien es uno en la vida.
Si antes nos quejamos de vivir para trabajar, hoy cabe lamentarse de vivir para puntear. El desafío es llegar a ser trendy, a marcar la escena con el nombre propio, como mi amigo que, al volver de Filadelfia, perdón de Phily, combinó sus apellidos paterno y materno, separándolos con un guión, y procuró hacérnoslo saber.
Y si ahí la historia se detuviera, tampoco habría gran problema. Lo escalofriante es que, a partir de estos deseos irrefrenables, se han creado instituciones o, más exactamente, se han creado mecanismos que erosionan los esfuerzos colectivos y los valores que a ellos pudieran asociarse.
Las universidades, por ejemplo, en algún momento concebidas, si no como la conciencia crítica de la sociedad, al menos como fuente del saber y del conocimiento, hoy no son más que grandes maquinarias que procuran puntuar unas más que otras en términos del número de hits que logran.
Y no se diferencian mucho de un Real Madrid que recluta goleadores de las periferias del mundo. Futbolistas, académicos, artistas, escritores, más que jugar a la pelota, tratar de responder preguntas, crear mundos a través de la plástica o de las ficciones, lo que hacen es acumular puntos para llegar, finalmente, al Philadelphia Sports Hall of Fame, o a donde sea.
Algo hay aquí que me recuerda el cuento de Adela Turín, “La historia de los bonobos con gafas” que mi mujer leía a nuestras hijas. Cuatro bonobos fueron a Belfast a estudiar inglés. Al volver llegaron con maletines balbuceando palabras rarísimas: “Full! Stop! Ring! Black!” y, a quien las aprendiera, regalaban un par de gafas. Pero no a las bonobas, a quienes obligaban a usar un pañuelo, negándole las gafas aunque aprendieran las palabras. Al final, perdón por contar el final, las bonobas se aburrieron. Cambiaron de bosquecillo y decidieron “hacer solo aquellas cosas que les gustaban de verdad”.
Instalada la marea megalómana en nuestras vidas, forzados a ganar puntos, gafas, a ir a Belfast, a Filadelfia y aprender palabras mágicas, no cabe sino emular a las bonobas, hacer lo que ellas hicieron: entregarse a lo que les gustaba de verdad.
Entretanto, permítanme gogglearme, ver como me ha ido en Academia.edu, pedir a mis estudiantes que busquen, citen, bajen y (ojalá) lean mis artículos y sancionar al colega que ose no referirme. Porque, ¿puede alguien hablar de lo que yo hablo sin citarme?