Tratando de entender la furiosa y tenaz campaña de un grupo de chilenos contra la Reforma Educacional que propone el gobierno y en especial, comprender por qué padres y apoderados rechazan que el fisco pague por ellos la cantidad que hoy ellos desembolsan en los colegios subvencionados particulares, llegamos a la conclusión de que para convencerlos en contrario, es decir, que esta modificación será positiva, primero habrá que cambiar la mentalidad de los chilenos, que desde hace 40 años estamos irremediablemente inmersos en una cultura del dinero.
Hace cuatro décadas, a partir de la “doctrina del shock”, en medio del miedo a ser arrestado y desaparecer, nos sumergieron en esta revolución de la derecha que destronó al Estado como garante y protector del pueblo y lo reemplazó por el mercado, el que fríamente te entrega lo que necesitas solamente si tienes el dinero suficiente para pagarlo.
Mientras más pagues, mejor producto obtienes. Y si no tienes dinero, el Estado te ayudará subsidiariamente a conseguir algo parecido – la educación subvencionada — a la que obtendrán los que lo compraron con la billetera más gorda.
Ya todos y todas nos hemos percatado: de ciudadanos con derechos, nos transformaron en clientes, en consumidores de bolsillos grandes, medianos, pequeños o sin bolsillos. Sucedió en todo orden de cosas, pero también, en los servicios básicos como la salud y la educación.
A partir de entonces, hay ofertas de educación –ya que este es nuestro tema– de distintos rangos también, pero básicamente se inició la oferta con educación de primera y de segunda clase. La de primera estaba en los establecimientos particulares pagados. La de segunda, en los municipales gratuitos.
Y como los municipios también se dividen entre los que tienen una billetera grande o una chauchera pequeña, incluso aquí hay una división entre los que ofrecen escuelas de mejor calidad y los que sólo pueden entregarlas con apenas pupitres, pizarrón y a veces, universitarios desorientados a quienes se les proporcionó un cursillo“Marmicoc” para ejercer como profesores.
A los primeros iban los niños del sector ABC1 (según los estamentos con que las empresas publicitarias miden el poder adquisitivo de sus potenciales clientes). A los segundos, los de C2 para abajo. Con esto se seguía reproduciendo la odiosa diferencia de clases sociales de nuestro país y que en nuestra capital es tan marcada que la tarjeta de presentación es vivir “de la Plaza Italia para arriba” (hacia la Cordillera) o “de Plaza Italia hacia abajo” (al poniente).
Los chilenos nos identificamos fácilmente por estas diferencias sociales. Hasta hablamos diferente, con distintos acentos y vocabulario. Como dice una inteligente publicidad radial de una Universidad, al llegar a la escuela, un niño “de la Plaza Italia para arriba” ha escuchado 33 millones de palabras, en tanto que uno “de la Plaza Italia para abajo”, sólo 11 millones… Y las palabras son ideas.
Es cierto que la calidad de la educación que se ofrece en los colegios particulares pagados es mejor que la de la mayoría de los municipales. Por algo han contratado profesores mejor preparados y pagados y seleccionado alumnos con más vocabulario.
Es cierto también que nuestros niveles de alfabetización son muy buenos y que la cobertura educacional está bastante avanzada desde que la enseñanza básica es obligatoria (1920) y la escolaridad completa de 12 años también desde la Presidencia de Lagos (2005).
Sin embargo, esas son piedras de colores porque la calidad de la educación que obtenemos deja mucho que desear en los rankings mundiales y consecuentemente estamos descapitalizando al país de cerebros y brazos.
Entonces, muchos dicen que la Reforma debió comenzar por mejorar la calidad y no por la estructura económica de colegios y escuelas. Pero el afán por mejorar la calidad se viene intentando desde hace muchos años. Todos los gobiernos ante y pos dictadura han querido perfeccionar la educación que reciben nuestros niños, pero no se ha avanzado nada. ¿Por qué?
Porque nos hemos conformado con el esquema de educación para ricos y educación para pobres que consagró la Constitución y que resulta muy útil. Los primeros son los que se prepararán para gobernar y administrar el país. Y los segundos no necesitan tan altos estándares porque si no… ¿quién desempeñaría los oficios más sencillos…? ¿dónde obtendríamos una mano de obra barata…?
Además, el lema que nos inculcaron de que todo debe autofinanciarse da como resultado que nada queda al alcance del que nada tiene y el que nada tiene nunca sabrá cómo gobernar nada.
Por eso la derecha se afana tanto en que no se cambie el diseño consagrado en la Constitución pinochetista. Que sólo mejore la calidad, en lo que nadie podría estar en desacuerdo. Y estimulan a padres, apoderados y “sostenedores” de los colegios particulares subvencionados a marchar y vociferar a través de una gran campaña publicitaria en los medios contra la Reforma amenazando con que se cerrará el colegio de sus hijos si se aprueba como la presenta el Ejecutivo. Apuestan así a que el proyecto de ley se modificará a su favor en su tramitación en el Senado.
Mientras tanto, los menos ricos o los menos pobres, que desean para sus hijos que al menos sean trabajadores de cuello y corbata, adhieren a la campaña porque se sienten realizados con el sacrificio pecuniario de pagarles a sus hijos una oferta educacional que creen mejorada por el hecho de costearles matrícula y mensualidad. No confían en que el Estado pueda aliviarlos en ese aporte… ni quieren que lo haga. Son felices con la ilusión de cumplir así su misión de darles “la mejor educación posible”.
No pueden imaginar un mundo en que todo eso en un futuro próximo se reciba sin tal sacrificio.Se les olvidó que sus padres y abuelos estudiaron gratuitamente y pudieron levantar un país. Creen firmemente que las cosas bellas, necesarias, incluso las indispensables, solo se consiguen pagando. Es lo que nos enseñó Milton Friedman y sus Chicago Boys hace 40 años.
¿Cuánto tardaremos en cambiar esta mentalidad?