“A los 80 alumnos de la Normal Rural de Ayotzinapa, que el pasado 26 de septiembre en Iguala organizaron una colecta de recursos para financiar su asistencia a la marcha conmemorativa de la masacre del 2 de octubre de 1968 en la ciudad de México, los balearon a mansalva. Primero los uniformados, y luego los pistoleros vestidos de civil, les dispararon intermitentemente sin advertencia alguna. A Julio César Fuentes Mondragón, uno de los normalistas, lo torturaron, le arrancaron los ojos y le desollaron el rostro.” (Luis Hernández Navarro, La Jornada)
México no formó parte del conjunto de países latinoamericanos que en la década de los ‘70 fueron azotados por dictaduras militares y guerras civiles.
Mientras sobre nosotros cayó implacable el peso de “lo negro pero muy negro”, la embajada mexicana tramitó durante días y años salvoconductos, alojamiento y trabajo para miles de ciudadanos rotos, expulsados de los países vecinos y no tan vecinos.
Los exiliados de todas partes hicieron su vida en México. La UNAM fue la casa de muchos de los intelectuales chilenos, argentinos, uruguayos, en fin, muchos de los que tuvieron que ir a sembrar sus ideas en otra tierra, lejos de casa.
Esa experiencia de incluir, proteger y abrazar a los hermanos latinoamericanos víctimas de los horrores de la guerra o de la dictadura, de ninguna forma significa que se desarrollaran acabadamente recursos para enfrentar el terror y la impunidad. Quizás nada prepara la subjetividad de un pueblo para eso.
Hace ya muchísimos años venimos escuchando sobre las aberraciones del crimen organizado/narcotráfico en México: asesinatos, descuartizamientos, fusilamientos, violaciones y secuestros. El estupor se acrecienta y alimenta la impunidad obscena en la que se resuelve cada uno de estos episodios.
Una de las más grandes economías de América latina, una potencia cultural y mediática, un país cuya naturaleza produce valor, casi por sí misma, como casi ninguna otra en el mundo. Y la prensa nos los muestra matándose los unos a los otros, en una suerte de guerra pareja, una “guerra de narcos”, con víctimas civiles, más de 129.000 al año. Un Estado impotente, un gobierno para la foto, la ciudadanía mordiendo la rabia y el miedo. Y nosotros como espectadores, en silencio, es decir, como cómplices.
Cuando el pasado 26 de septiembre los estudiantes normalistas de Ayotzinapa realizaron una protesta y recogieron fondos para organizar la conmemoración de la matanza de Tlatelolco (matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco ocurrida 1968), fueron interceptados por la fuerza pública, y en los mismos lugares asesinados y heridos, estudiantes y profesores que se encontraban en la actividad. Posteriormente fueron secuestrados 55 estudiantes de los cuales 43 aún no aparecen.
Nuevamente, se responsabiliza al crimen organizado. La violencia a la que conduce el narcotráfico, etc. Y se hace tan difícil observar el papel que el control social y político tiene en la conducta de este conjunto de personajes para los que la vida no vale nada.
Sin embargo, tanto en esta ocasión como en muchas de las otras, están implicadas las policías (más de 40 procesados), el ejército (vehículos, uniformados y territorio militar involucrado), los alcaldes (en fuga desde el inicio de las investigaciones) y el gobierno en todos sus niveles. La impunidad es total y las víctimas son miles. Reina el terror y el inmovilismo, pero también, reinan los capitales transnacionales, la venta de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo obrera-campesina.
No tienen exiliados, pero sí muchos desplazados, miles de desaparecidos, ejecutados y torturados. La locura criminal, de un sistema que explota a los trabajadores de forma demencial, está puesta afuera de la sociedad, actuada por estos grupos de narcocriminales y es incontrolable, es homicida, es inmisericorde e inexorable, cualquiera puede ser devorado por su furia irracional.
En mi opinión, muchos mexicanos aprendieron, de las guerras y las dictaduras latinoamericanas, las claves más efectivas para tener un país bajo el régimen de dictadura aunque sin dictador, o con dictador invisible. Finalmente, se trata de poner en escena el horror inimaginable asesinando con ello la imaginación y la esperanza. Todo puede pasar.
Hace varios días que pienso constantemente en los Ayotzinapas mexicanos, días y días en los que me preguntó exasperada por la impotencia ¿qué hay que hacer?
La respuesta a la que llegué finalmente es una síntesis de lo que ahora sé que hubiese querido que pasase en Chile tras el golpe de Estado del ’73.
Tienen que hacer nada. Sí, nada, nada hasta que aparezcan los 43 normalistas y se obtenga justicia.
Que pase nada. Que nadie trabaje, que nadie salga, que no hayan taxis “de sitios seguros pero más caros” o de “la calle insegura pero más barato”, que nadie haga tortillas, ni recoja jitomates (para exportar), ni extraigan petróleo (para los gringos), ni fabriquen cosas.
Que las muchachitas que arreglan habitaciones en los resorts llenos de gringos millonarios, no hagan más las camas. Que los obreros que construyen cabañas en Tulum para algún dueño de hospedería ecológica proveniente de Italia, Francia o Japón, no se suba hoy al camión que lo lleva a seguir martillando y construyendo por 12 horas, que no hayan tours a los cenotes, que no hayan visitas a ninguna ruina, que los señores del tour por el zócalo enmudezcan, y que en el Palacio de Gobierno, en el mural de Diego Rivera, Marx llore lágrimas de sangre, hasta que aparezcan los chavos de Ayotzinapa y se restablezca un principio de justicia que proteja la vida de ellos y de todos los demás.