Las personas suelen ser muy racionales en sus reacciones, pero cuando se las somete a la prueba de enfrentarse a situaciones que ponen en riesgo su propia integridad reaccionan de manera instintiva, recordándonos que, en esencia, seguimos siendo animales y nos comportamos como tales.
Mientras los atentados explosivos ocurrían en lugares sin la presencia de público o en horarios que garantizan medianamente que no saldrían personas heridas, parecían poco importantes.
Sin embargo, cuando se constata que una bomba puede dañarnos a cualquiera de nosotros la percepción cambia por completo. Del mismo modo que la mascota que acepta el cariño habitual y reacciona agresivamente cuando se siente atacada, el miedo nos fuerza a una acción que suele ser poco razonada.
Si a eso se le agrega una percepción negativa sobre la capacidad de las instituciones para detener y sancionar adecuadamente a los responsables, la percepción de inseguridad aumenta y libera aún más nuestra capacidad de racionalizar nuestro comportamiento.
¿Qué hacemos entonces? Buscar culpables. Si la Justicia no nos proporciona las identidades de los responsables reales, optamos por elegir entre nuestros propios sujetos de sospecha y les endosamos la bomba. Si en forma previa uno tiene recelos contra un grupo político, religioso, deportivo incluso, resulta lógico suponer que ese sector tiene la culpa.
A continuación viene una segunda fase, en la que tratamos de demostrar racionalmente que ellos son los culpables, aunque esa racionalidad esté habitualmente poblada de prejuicios y suposiciones que no soportarían el examen de un juez objetivo y desapasionado, pero como estas denuncias no se hacen ante la justicia formal sino en el ámbito del chisme de vecindario o a través de las redes sociales no hay nada que probar en realidad. Basta con lanzar la primera piedra y que alguien más esté dispuesto a repetir las delaciones sin base.
Y viene entonces la tercera fase, que es la más peligrosa. Cuando la Justicia no actúa de la forma que quiere y la gente decide que debe actuar por su cuenta. El mismo escenario del delincuente que es atrapado en la calle por los transeúntes se puede repetir en una sociedad completa que, presa del miedo, decide actuar bajo el imperio de los instintos.
Ese es el propósito del terrorista.Estos grupos no buscan objetivos políticos definidos sino crear un ánimo en la ciudadanía que destruya lenta pero progresivamente a las instituciones.
Cuando el uso de los explosivos está animado por fines políticos, no se daña a las personas; pero cuando la acción se dirige contra el ciudadano de a pie lo que se busca es afectar el ordenamiento social y quien lo hace es precisamente quien no cree en esa forma de organización, aunque en estricto rigor no esté proponiendo ningún modelo alternativo.
Ese propósito sólo puede ser impedido por las personas, que deben entender que al miedo no se le enfrenta con reacciones instintivas sino con racionalidad.Oponerse a que el terrorismo tenga consecuencias sobre nuestra forma de vivir en comunidad es el primer paso; el segundo es aislar a los responsables y demostrarles que son una minoría ínfima.
En países más avanzados que Chile, la gente sale a la calle por miles a participar en manifestaciones de repudio, pero acá estamos echándonos la culpa unos a otros.Ese es el mayor peligro.