Las recientes declaraciones de Andrés Palma, Coordinador de la Reforma Educacional, vuelven el cauce de la discusión a su esencia y punto natural de partida: el fortalecimiento de la educación pública.
La verdad es que ello se agradece sobremanera, cuando el estado del “debate público”, y en esto no hay que culpar únicamente a los detractores de la reforma, está yendo por derroteros que no sólo no aportan al tema de fondo sino que lo distorsionan y empantanan.
El mensaje y compromiso fundamental del Gobierno, reiteradamente señalado por la propia Presidenta Bachelet, es claro y preciso: “aspiramos a una educación pública gratuita y de calidad”.
Si bien no es evidente aún, se asume que mediante la reforma tributaria se podrá contar con los recursos requeridos para ello.
Respecto de la calidad de la educación pública, sabemos que es un tema de suyo complejo, ya que involucra moverse en varios ejes con diversos actores, y adoptar definiciones de fondo que implica enormes esfuerzos para intentar aunar múltiples visones existentes, a la vez que sortear los ataques de quienes ven amenazados sus intereses.
Ahora bien, asumiendo por una parte que finalmente se logra consolidar un proyecto de educación pública de calidad, con acceso universal y gratuito en los niveles pre escolar, básico y medio, y por otra, no hay forma que no sea así (aunque no resulte lo adecuado si el objetivo es la integración social), se mantiene el sistema de educación privado cien por ciento pagado por los apoderados u otros particulares, ¿qué sentido tienen los establecimientos subvencionados si se elimina el copago?
¿Podrá un sostenedor privado que no reciba aportes de terceros particulares, y que se asume percibirá los mismos recursos por alumno que un administrador público, dar un servicio educacional de, al menos, igual calidad, en instalaciones apropiadas y pagando remuneraciones equivalentes al sector estatal a profesores y funcionarios?
Alguien podrá contestar que sí, en cuanto logre un mayor nivel de eficiencia en su gestión que en los establecimientos administrados por el Estado (en cualquiera de sus formas). Es posible, pero hay que considerar que un sostenedor, salvo que se trate de un filántropo, requiere y es legítimo que, como toda persona, sea remunerado por su trabajo y por su inversión.
Porque, en realidad, no es creíble aquello de que los privados no obtendrán beneficios económicos, más allá de que se les imponga organizarse como fundaciones o corporaciones sin fines de lucro. Sabemos que eso no tiene sentido, siempre se buscará la forma de hacerlo y, además, es muy difícil de controlar de modo permanente.
Si esta vez queremos avanzar de verdad en una reforma educacional de fondo, es imprescindible que seamos completamente sinceros y apuntar a lo que importa: una educación pública con programas de enseñanza comprehensivos y actualizados, recursos materiales y tecnológicos adecuados, instalaciones de calidad (incluidas las deportivas y para actividades artísticas y de recreación), equipos profesionales multidisciplinarios para atender a los niños y jóvenes de manera integral y, por cierto, lo esencial, profesores altamente calificados, muy bien pagados, con jornadas que les permitan contar con tiempo para planificar, preparar sus clases y descansar adecuadamente, con acceso a programas de perfeccionamiento permanente, sujetos a evaluación sistemática y que perciban incentivos efectivos por logros.
Parece simple y evidente, pero, insisto, en la “discusión pública” no queda tan claro que esto sea la prioridad.