Verá usted que esta es una pregunta que no sólo atañe a los católicos, ateos, agnósticos, creyentes de otras religiones; todos viven en una constante búsqueda de la Santidad. Para quienes efectivamente lo somos -católicos-, la Santidad equivale a la máxima felicidad, la que a su vez se conquista aprendiendo a amar. ¿Y quién no busca la felicidad?
Existe en toda sociedad un consenso sobre lo que nos hace mal, es decir, sobre aquellas cosas que nadie le desearía a otro. La drogadicción, las violaciones, el alcoholismo e incluso el aborto, entre tantos más, son temas que, si bien hay quienes están a favor de que el Estado no castigue a los responsables (lo que en jerga jurídica se conoce como legalizar o despenalizar, conceptos sinónimos en la práctica), ninguna persona en su sano juicio considera como un “bien” para los demás.
A modo ejemplar, un aborto no le hace bien a la mujer, ni física ni psicológicamente, pero los abortistas estiman que la muerte del niño y los graves daños producidos a la madre se justifican en consideración a preservar su “derecho a decidir”; en otras palabras, reconocen el mal pero lo aceptan porque hay otro bien que valoran más.
De esta forma, conociendo lo que nos es perjudicial, tendemos por naturaleza a buscar el bien, nuestra felicidad, por lo que naturalmente todo el mundo está llamado a la Santidad.
¿Y cuál es nuestra respuesta frente a ese llamado?
Por un lado están las personas que, derechamente, optan por hacer el mal. Ejemplos hay muchos y sus consecuencias son evidentes. Por otro, están quienes no se creen el cuento y tratan, por constatación de sus múltiples y recurrentes defectos o por miedo a fracasar, de ser “lo más buenos posible”.
Lamentablemente, de aquella actitud se sigue un acto de voluntad grave: aceptar hacer el mal. La diferencia con el primero es sólo una cuestión de grado y los transforma, en definitiva, en esclavos más ineficientes, pero esclavos al fin, de una cultura de la muerte que pelea por apoderarse de las estructuras a través de las personas.
Ahí encontramos los hurtos en la oficina, los sueldos millonarios por “asesorías” políticas cuestionables, la evasión empresarial de impuestos e incluso la falta de conciencia cívica de los automovilistas que arrojan su basura a las calles de la ciudad.
Como se ve, la Santidad no acepta puntos medios, porque la permisión voluntaria del mal se traduce en la realización directa del mismo.
Finalmente encontramos a quienes, desde una entrega salvaje, desean ardientemente ser Santos. Y su diferencia con los anteriores, al contrario de lo que se podría pensar, no radica en la carencia de vicios, sino en la actitud que se tiene frente a ellos.
Los Santos no son personas inmaculadas, ¡menos aún perfectas!, son personas que, conociendo sus faltas, no escatiman esfuerzos para combatirlas. Desde su imperfección, escogen hacer el bien y recapacitan cada vez que obran mal, reflexión que les permite corregir el camino y sanar el daño autoinflingido o que pudieron haber ocasionado a los demás.
Al no buscar por todos nuestros medios la Santidad, le estamos diciendo que sí a la corrupción, a los abusos de poder, al narcotráfico, a la violencia y a tantos otros males que amenazan hoy a nuestra sociedad. ¡No hay que darle tregua a la cultura de la muerte!
No puede ser que por flojera o desesperanza nos quedemos sentados mientras somos testigos del sufrimiento que permitimos.Estamos llamados a dejarlo todo para erradicarlo, independiente que muchas veces no podamos, pero sin duda que el resultado será mejor que si permanecemos cuales cómplices pasivos.
Pero la pregunta es más profunda y trasciende a nosotros mismos,¿buscamos y queremos la Santidad de los demás? Esto ya que si la respuesta a la pregunta original fue positiva -queremos ser Santos- su consecuencia inmediata es el que pretendamos que más gente pueda alcanzar la Santidad.
Y muy lejos del “proselitismo religioso”, semejante anhelo transforma real y radicalmente al mundo. Piense usted la diferencia entre un empresario que no busca la felicidad de su personal, frente a otro que les ama profundamente y desea, no por aumentar la productividad sino que por amor genuino y desinteresado, observar una sonrisa en cada uno de sus rostros al entrar a trabajar.
O quizá en un político que, ajeno a los cálculos electorales y a los índices de popularidad, tiene al amor como su hoja de ruta y se estremece de impotencia cada vez que observa sufrimiento o necesidad.
Estamos llamados a ser felices y para ser felices necesitamos amar; aquella búsqueda no es sino la expresión más hermosa y sencilla del camino a la Santidad.