En Chile no hemos hecho la Revolución Francesa.Nunca le hemos cortado la cabeza a nadie como para dar por terminados los privilegios de las clases en el poder. Las cosas han ocurrido más bien al revés: son las revoluciones de derecha las que han triunfado y han impuesto sus valores.
Por eso, ni la clase media, ni menos el proletariado o el campesinado, han logrado nunca generar una idea independiente del prestigio de pertenecer a sus filas.La pauta del prestigio ha sido puesta siempre por los sectores conservadores. Lo cual ha venido a traducirse en que los sectores izquierdistas o de centro izquierda, no han dejado nunca de bizquear hacia la derecha.
Ser de clase media no es en Chile ninguna marca de prestigio, como podría serlo, por ejemplo, en Argentina o en Europa. No existen aquí valores puros de la clase media instalados en la sociedad, como podrían ser la moderación, el ahorro, la conciencia ciudadana, etc.
Por otra parte, los valores de la clase obrera o campesina, que sí son propios, están lejos de ser legitimados por el resto de la población. El resultado de esto es que la centro-izquierda pareciera ser la mal amada del sector que culturalmente la desprecia, mostrando a menudo una suerte de fascinación por quienes, por otro lado, define como sus enemigos.
Una demostración de ello es la alegría que siempre produce en la centro-izquierda lograr acuerdos con la derecha, aunque estos sean de muy corta vida y de magras consecuencias.En estos días se ha recordado con mucha pertinencia la famosa foto de la LOCE, en la que los mismos protagonistas que hoy día celebran el acuerdo por la Reforma Tributaria levantaban sus brazos con el corazón rebosante de amor por la patria y confianza en el futuro. Si uno hubiera podido leer el secreto mensaje de este jolgorio colectivo, probablemente habría descubierto con sorpresa que en el fondo de los corazones de los sectores gobiernistas había el siguiente mensaje: “¡Cuando se trata del bien de Chile, somos todos de derecha!”
Buscando una interpretación psicológica de este fenómeno, que siempre será muy discutible, se diría que con este tipo de acuerdos se cumple un escondido sueño de arribismo, por medio del cual los contratantes de izquierda lograrían por fin ascender hacia el lugar que nunca han dejado de ambicionar.
Se podría descubrir esta suerte de arribismo en diferentes ejemplos¿Existe acaso algún político de la izquierda chilena que no aspire a figurar en las páginas sociales de El Mercurio?
¿Se puede afirmar con sinceridad que en los sectores de centro-izquierda no valgan los buenos apellidos?
¿Hay algún político de izquierda que una vez llegado al poder desdeñe el auto con chófer, las invitaciones a los cócteles, y las múltiples formas existentes de codearse con la clase pudiente?
¿Hay alguno dispuesto a perderse la comida en la embajada por tener que ir a la reunión de la junta de vecinos de su sector? Da la impresión de que no, o, por lo menos, eso es lo que se percibe desde fuera.
La obsecuencia de ciertos personeros que en algún momento fueron de izquierda y que sucumbieron a los encantos de la derecha podría también ser significativa. Ellos son los “recuperados”, las figuras que han logrado realizar el sueño oculto de sus congéneres.
Tenemos, por ejemplo, ciertos columnistas recopilados por El Mercurio (no estoy hablando de Peña), que hábilmente han aprovechado su pasado izquierdista para recibir el santo sacramento y entrar en las páginas del diario exponiendo ideas casi a punto de entrar en colisión con su línea editorial, pero que siempre se quedan en el “casi” y por ningún motivo irían más allá.
Son funcionales a esta línea en la medida en que son la prueba fehaciente de la presunción de amplitud del diario y de su maquillaje democrático. Los ex-dignatarios de gobierno que entran en los directorios de grandes empresas y que dejando atrás sus veleidades juveniles se transforman en consejeros de grandes magnates que antes definían como sus adversarios.
Los ex-funcionarios transformados en lobbistas que aprovechan los contactos personales que han recolectado cumpliendo sus funciones para influir desde la empresa privada hacia la clase política y conseguir de ese modo que las cosas vayan en la dirección que les solicitan sus contratantes.
Los ex-funcionarios que han derivado a “opinólogos” y que se cuidan ahora de mostrar demasiado abiertamente sus antiguas preferencias para ganar credibilidad y aparecer como “objetivos”.
Por otra parte, está esa curiosa manera de celebrar conductas que en algún momento se consideraron intolerables.En Chile, un personaje como Carlos Larraín, casi una caricatura que pareciera provenir del museo de las pulgas de la política, y que en un país menos conservador que el nuestro sería considerado insoportablemente anacrónico, aquí pasa por simpático. Se lo ve como un divertido representante de su clase, y como esta clase es la que en el fondo dicta las normas, se perdonan las barbaridades que afirma porque finalmente los valores que él representa son los de mayor prestancia social.
Es monstruoso, ya lo sé, ¿pero quién se encarga ahora de llevar a cabo en nuestro país un cambio radical en la cultura política? ¿Cómo podríamos asentar en Chile los valores republicanos hasta el punto de que lo prestigioso esté dado por ellos y nada más que por ellos?
¿Cómo podríamos derrotar, ya no el conservantismo natural de las clases altas, sino el conservantismo secreto de nuestros políticos de centro-izquierda? ¿Cómo podríamos hacer para que nuestros políticos supuestamente renovadores no hagan más campañas de izquierda para instalar gobiernos de derecha?
Difícil tarea. Por el momento, estamos condenados a seguir discutiendo si es o no legítimo que la educación sea un derecho y no un bien de consumo, si el aborto terapéutico es o no un derecho de las mujeres, si la Constitución es o no resultado de un consenso ciudadano, si los colegios y universidades confesionales deben o no ser financiadas por el Estado, si los derechos humanos deben o no ser defendidos en toda circunstancia, si es legítimo o no que en nuestras Fuerzas Armadas se siga recordando con reverencia el nombre de Augusto Pinochet.
Es decir, tenemos que seguir esperando que también a nosotros nos llegue algún día la Revolución Francesa.