No escribía de fútbol para un medio desde que lo hice para Expreso, de Lima, en el exilio, hace cuarenta años.
Y no creo que escriba más.
Vivo la excepción ante la muerte, esperada pero sentida, de Alfredo Di Stéfano Laulhé, nacido hace 88 años en Barracas, Buenos Aires.
Tenía sólo 11 años cuando vi a la Saeta Rubia (le decían así a Di Stéfano) en el Estadio Nacional, que tenía una década de vida, pista atlética, pista ciclística, para habituales carreras de motos y capacidad para 70 mil personas.
Fue en un partido entre River Plate y Emelec de Ecuador, en marzo de 1948. River goleó 4 a 0. Uno de los goles, el más rápido que yo vi en mi vida: menos de 10 segundos.
El centro delantero –Di Stéfano- partió pasándole la pelota a su interior derecho –José Manuel Moreno- y corrió sin la bola, como una flecha disparada hacia el arco contrario. Moreno la colocó, como con la mano, por sobre la cabeza rubia de la Saeta y antes de su offside, en la entrada del área grande de Emelec. Di Stéfano definió en carrera, de un golpe a un costado.
No sé si Di Stéfano era el mejor jugador de ese River Plate, que tenía a Carrizo en el arco, a Rossi en el mediocampo y a delanteros como José Manuel Moreno (su 8), Labruna (su 10) y Loustau (su 11). Y que sólo tenía como verdadero rival en Sudamérica al Vasco de Gama de Brasil.
En 1948 el joven Di Stéfano hacía poco había reemplazado a Pedernera, otra leyenda argentina. Tenía 20 años la Saeta, la edad que tienen los delanteros de la Sub 20 hoy.
Un año después José Manuel Moreno vino a la Católica y la sacó campeón.
Labruna, una década después, vino a jugar por Rangers de Talca, que le quedaba al lado. Ya se movía poco. Di Stéfano vino solo en 1962, a Viña, a jugar por España pero no pudo, llegó lesionado.
Carrizo es considerado el mejor arquero que ha tenido Argentina, que han tenido muchos en su selección y en las selecciones de otros países, como Chile y Perú, Rossi, el mejor centro-jás, el más destacado mediocampista, en un país que los ha tenido para regalar, aquí a Isella y Espina.
Di Stéfano, después de River, jugó en el Millonarios de Colombia (la tierra que en los tiempos de Perón atraía a todos los cracks argentinos) y recaló en Madrid, en el Real Madrid de Franco, que no había ganado nada hasta que él llegó.
La Argentina de Di Stéfano jugaba con cinco delanteros, como lo hacía el fútbol profesionalizado y espectacular, desde los años treinta. Dos atacantes (un 7 y un 11) por los costados, que corrían hacia el arco contrario desde la mitad de la cancha. Dos delanteros un tanto más atrasados, un 8 (más armador) y un 10 (más definidor). Y un centrodelantero (9), que se movía por todo el ataque pero que actuaba principalmente de frente al arco contrario.
En esa Argentina Di Stéfano destacaba pero también lo hacían sus compañeros de River.
En España y Europa Di Stéfano destacó más que en Argentina y Colombia porque, en esos años, el fútbol español y europeo no tenían jugadores que se le igualaran.
Había también, como siempre, razones económicas.
El entorno económico del inicio del período español de Di Stéfano no era superior al de Colombia (poco más de 2.000 dólares per cápita) y sólo en 1952 se había terminado el racionamiento generalizado en la aún herida Madre Patria.
Di Stéfano jugó seis partidos por la Selección Argentina y 31 por la Selección Española.El Presidente de Real Madrid señaló, a su muerte, que Di Stéfano fue una bandera para el Real. Puede ser. No sé. De fútbol, de derechas, de derroche.
Para mí lo fue, de otra manera. De esa que se levantan en la vejez de la memoria y se adjudican a ésta o esa otra gran emoción de la vida.
En mi vida futbolera de infancia tuve tres banderas: la celeste y blanca de Livingstone de 1945, jugando el Sudamericano en el Nacional; la cruzada de José Manuel Moreno de 1949, jugando en el barrio Independencia de Conchalí y, claro, la albirroja de Alfredo Di Stéfano, deslizándose como una saeta con la camiseta de River en marzo de 1948, en el lado sur del Estadio Nacional.
Estoy convencido que lo mejor que hizo el abuelo paterno de Di Stéfano, nacido nada menos que en la isla de Capri y que llegó en un barco migrante a Buenos Aires a fines del siglo XIX, fue tener un nieto como la Saeta Rubia.