De casualidad en un avión me topo con “Philomena”, película británica que narra la historia de Philomena Lee, una irlandesa que buscó a su hijo Anthony por 50 años luego que las monjas del convento/orfanato donde vivían, lo entregaran en adopción irregular en la década de los 50.
Philomena alcanzó a cuidar y a querer a su hijo hasta los tres años, momento en el cual las monjas lo vendieron a un matrimonio norteamericano.
Con la colaboración de un periodista, la mujer recurre innumerables veces a las monjas del convento para saber de su hijo. Viaja miles de kilómetros y desarrolla una ardua búsqueda que paradójicamente termina en el mismo patio del convento, descubriendo que durante todo el tiempo que duró su búsqueda, las religiosas sabían exactamente qué había pasado con su hijo, pero que mantuvieron el secreto ante ella y también ante el niño que, convertido ya en adulto, recurrió a ellas para saber de su madre.
Imposible no asociar el argumento del filme, basado en el libro de Martin Sixsmith, con los casos de adopciones irregulares en que participó el sacerdote Gerardo Joannon y los escabrosos detalles que se siguen conociendo.
Era la década de los 70 y 80, cuando para muchas familias acomodadas de Chile era un problema inabordable el embarazo de una adolescente. Con una ley de adopciones que más que facilidades ponía trabas, la sociedad altamente intolerante de la época se hacía ciega ante la maravilla de la vida. En no pocos casos se seguía el camino en apariencia fácil del aborto.
En otros, sin querer llegar al asesinato, para las familias seguía tratándose de un hijo no deseado, no de un regalo de la vida o de Dios. Todo ello llevó a sacerdotes, médicos, padres y abuelos a confabularse en historias que vistas con los ojos del siglo XXI parecen de terror.
En la película, probablemente lo que más llama la atención es la bondad y resiliencia de esta mujer a quien le arrebatan un bebé y le niegan saber de él por 50 años. Lejos de la esperable rabia y ánimo de castigo, Philomena se niega a emprender acciones contra las monjas y les señala que las perdona. La mujer es capaz de entender que con décadas de distancia, lo aceptable se comienza a volver inaceptable y los fines dejan de justificar medios que hoy nos parecen inhumanos.
Recientemente el padre Gerardo Joannon ha entregado una carta pública en la que además de corregir una errónea y agresiva postura inicial, pide perdón y se compromete colaborar para que “en las instancias que corresponda -sean organismos eclesiásticos o judiciales- se puedan esclarecer los hechos”.
Ojalá este compromiso tenga el mismo nivel de claridad que ha expresado el padre Alex Vigueras, el Superior de los Sagrados Corazones en Chile: lo justo y lo bueno es que todos los involucrados, no sólo el sacerdote, colaboren al reencuentro de los hijos con sus padres.
Más allá de los juicios civiles y eclesiásticos, o de la opinión que cada uno tenga de los roles jugados por los involucrados, lo que se nos hace irresistible es que las Philomenas y los Anthonys de Vitacura sigan sin encontrar a sus familiares.
En este, como en cualquier caso que involucre derechos humanos, el perdón invocado por el sacerdote sólo puede ser considerado si es que existe de su parte un rol activo en la búsqueda de reparar el mal causado.
Ojalá que las declaraciones conocidas sean un anticipo de hechos y acciones concretas.