El alumno promedio de primero o segundo de medicina es un idealista empedernido: quiere dedicar su vida a la atención de los pacientes pobres, irse a trabajar a la India con la Madre Teresa o partir en una misión médica al Congo con “Médicos sin Fronteras”. Siete años de educación de pregrado, parecen sin embargo, ser una cura infalible para el idealismo.
Así, en séptimo año las conversaciones no son a que país de África me voy o a que consultorio en la Araucanía, si no más bien que especialidad puedo hacer, en la que no haga turnos de noche, me paguen más por hora, pueda hacer procedimientos que dejen buena rentabilidad y me contraten rápido en una clínica cuando me titule.Es decir, la transición del idealismo, pasando por el realismo para llegar al cinismo, transando la vocación inicial por un mero empleo.
De este modo, cuando hace uno días, asistí a una charla titulada ¨profesionalismo médico”, no me llamó la atención que se hiciera el diagnóstico de cómo la gente nos percibía: esencialmente interesados en hacer utilidades, poco preocupados por los pacientes y distantes.
Sí me llamó la atención, escuchar a un cardiólogo con catorce años de estudio y cincuenta años de edad, manifestarse indignado y señalando que era impensable hablar de profesionalismo si en el servicio hospitalario donde trabaja, hay 2 baños para 25 pacientes debiendo ducharse a las seis de la mañana con agua fría, antes de ir a operarse.
Mi asombro, no vino del ya conocido contenido de la denuncia, sino de escucharla de un médico que a sus años, aún trabaja en el sistema público. Es decir, había logrado mantener la vocación para persistir en lo público, sin perder el sentido crítico y la fuerza para al menos, denunciar los males que nos aquejan.
Y es que en salud, en Chile, se aplica el mismo concepto del que alguna vez hablase Hannah Argent:Die Banalität des Bösen (La banalidad del mal ). Sostenía ella, a raíz del juicio de Eichman, un jerarca nazi condenado por genocidio, que existen individuos capaces de convertirse en verdaderos burócratas: ejecutan órdenes, sin cuestionarse mayormente respecto a la maldad de éstas.
Es decir, el problema no sería el acto de asesinar, sino de seguir una orden superior, en cuyo caso está justificado hacer lo que se solicita, dado que se adapta a las reglas del sistema.
En Chile, si bien es cierto que los médicos no ejecutan órdenes para matar personas (excepto, con vergüenza, durante la dictadura de Pinochet), sí es cierto que muchas veces burocratizamos nuestro trabajo y pasamos del idealismo del pregrado, al cinismo expresando que “este es mi trabajo, operar o dejarle indicaciones a algunos pacientes. Si el sistema se cae a pedazos, no es mi problema”.
De este modo, mientras ha habido decenas de marchas a favor de la educación, hubo sólo dos marchas por los enfermos, la primera convocada por un enfermo terminal y la segunda por su viuda. Nunca por un médico.
Y es que al parecer nos hemos acomodado al mal, y lejos de percibirlo como tal, lo entendemos como algo no modificable, y salvo contadas excepciones, no sacamos la voz con fuerza suficiente para denunciar el hacinamiento de los pacientes, las muertes por pobreza, la falta de medicamentos y los abusos de las ISAPRES.
El problema es que si callamos nosotros y banalizamos el mal, los pobres y ancianos, que constituyen mayoritariamente la población que se atiende en el sistema público de salud, difícilmente tendrán la fuerza para hacerse oír, y los cambios de fondo en financiamiento y gestión, o no llegarán o lo harán en forma muy tardía. Nuestra responsabilidad es ineludible.
Confiemos entonces, que en el futuro, más marchas y manifestaciones por los enfermos, más proyectos de ley y reformas, sean convocadas y motivadas por los mismos médicos, en nombre de aquellos que no pudimos ayudar, de aquellos que necesitan nuestra ayuda y por los que vendrán.
Ricarte Soto, sin duda, nos estará mirando.