El gobierno anterior de la Presidenta Bachelet se inició con una mayoría parlamentaria, no tan abultada como en esta segunda edición, y con la intención de ejercer el poder de manera relativamente autónoma de los partidos políticos a partir de dos ejes: un gabinete ministerial paritario entre mujeres y hombres y la idea que nadie se repitiera el plato, que era una forma de decir que se renovarían las figuras.
A poco andar se produjo el fenómeno de los díscolos y los partidos de la entonces Concertación sufrieron la salida de importantes figuras, con las que la Concertación perdió la mayoría inicial que tenía en el Parlamento, lo que unido a otros problemas abortaron el propósito inicial.
En esta segunda edición de la Presidenta Bachelet no se ha insistido en el gabinete paritario, pero sí ha habido un distanciamiento similar de los partidos, aunque sin que se diga explícitamente.
Cada vez que alguna de las autoridades designadas ha debido ser marginada, y ante las críticas de desprolijidad, se acusa a los partidos políticos que han propuesto los nombres cuestionados, llegándose en estos días a que el mismo grupo que sugirió un gobernador le retire su apoyo, a que el vocero niegue cualquier atisbo de descuido con el argumento que los nombramientos se hicieron con la información que había disponible en el momento y que hasta un senador entregue las noticias en nombre del Ejecutivo, antes que el propio Gobierno las comunique a la ciudadanía.
La cuestión no es la desprolijidad -la palabra de moda para el mes- sino la relación entre La Moneda y los partidos que respaldan a la Presidenta. No parece haber un compromiso común por hacer bien las tareas de instalación, sino que se observa un afán de endosarse mutuamente responsabilidades.
En esa actitud se observa un cierto afán de copar los espacios de poder disponibles, lo que resulta comprensible cuando se tiene la percepción que esta vez la mayoría parlamentaria es tan sobrada que permite algunas licencias, incluyendo entre estas la soberbia, el propósito de algunos líderes de ganar más poder del que les han otorgado las urnas y hasta la posibilidad de cobrar viejas revanchas pendientes.
El ser humano siempre trata de tener más de lo que recibe, eso es natural, pero a la vez tiene que equilibrar sus ansias con la responsabilidad y la Nueva Mayoría parece olvidar que hace cuatro años perdieron el Gobierno por sus excesos, entre otras razones.
La oposición oficial, por su parte, ha quedado limitada a criticar las desprolijidades, aún desorientada en su propia crisis, por lo que, desde el punto de vista mediático, queda aún más espacio en la vitrina para que se noten las acciones de la oposición interna.
Casi no se necesita que desde RN o la UDI eleven sus críticas porque las disputas al interior de la Nueva Mayoría bastan para encender el debate, los dimes y los diretes, y en parte eso ha liberado también el espacio para que los partidos de la Derecha enfrenten sus propios problemas de modo público.
En estos días además se ha visto, ya en funcionamiento el equipo de Gobierno, que están comenzando los cuestionamientos de parte de sus propios adherentes, la mayoría de ellos más inspirados desde el dolor de los que fueron marginados y, nuevamente, desde la intención de ocupar mejores espacios dentro del poder.
Resulta entonces necesario un ordenamiento de las propias filas, el control de los impulsos narcisistas y el arbitraje oportuno de las rencillas internas para que ningún grupo vaya a llegar a tener los motivos que tuvieron en su momento los díscolos para marginarse de la Concertación.
Hay un problema adicional. Cuando se produce la ausencia de un liderazgo ordenador, los que no tienen un poder real sienten la libertad de actuar como si lo tuvieran.
Si son muchos entran en conflicto entre ellos, lo que es posible porque nadie los desautoriza y pueden decir cosas que afectan la unidad mínima que debe tener un pacto político, especialmente cuando salen a la luz.