Las elecciones del año pasado no solo generaron un nuevo escenario político al otorgar, por primera vez desde el retorno a la democracia, una mayoría en ambas Cámaras del Congreso a la persona que ejercerá la Presidencia de la república por los próximos cuatro años, sino también porque revelaron una importante situación en relación a la participación electoral, dada la nueva realidad de inscripción automática y voto voluntario.
El Estudio de Valores Sociales de la USACH nos dijo que en primera vuelta la participación electoral fue muy diferenciada en función principalmente de dos variables: edad y nivel socioeconómico.
Efectivamente en relación a estos dos elementos las correlaciones fueron totales.A mayor edad hubo mayor participación electoral, es decir los mayores votaron en mayor proporción que los más jóvenes, y a mayor nivel socioeconómico hubo mayor participación electoral, es decir los más ricos y educados votaron en una proporción mayor que los más pobres y con menor nivel de educación.
Esto último es muy significativo cuando se pregunta por la auto calificación en la escala social ya que casi un 90% de los que se autodefinen como clase alta o media alta votaron en la primera vuelta del 17 de noviembre, en tanto que la participación global alcanzó a solo un 52% del padrón electoral, corregido de los que viven en el extranjero y les estaba impedido votar y de los fallecidos que no han sido eliminados del padrón, que sumados se estima son un millón de personas.
Un nivel de participación bajo no tendría por qué ser un problema. Muchos estudios dicen que hay sociedades desarrolladas y no tan desarrolladas en que la participación es baja. Pero es un problema si la participación electoral es segregada, como demostró el Estudio de Valores Sociales.
Ya teníamos un problema cuando el voto de una persona en Maipú vale menos de la mitad que el voto de una persona en Melipilla, y menos de la cuarta parte que en Vallenar. Pero el inconveniente es mayor al agregar las segregaciones por edad y por nivel socioeconómico, especialmente por este último calificativo.
No funciona bien una sociedad donde los ricos y calificados participan y los pobres y poco instruidos no lo hacen. Ello refleja diversos problemas, y constituye un problema frente al que han surgido básicamente tres posiciones.
La posición más conservadora sostiene que el problema no es un problema en si y por lo tanto no hay que actuar. Seguramente, apunta esta posición, los que no participan aprenderán con el tiempo a hacerlo y lo harán en la medida que tengan mayores niveles de educación.
La posición radical postula que no es posible que la sociedad tolere que unos participen y decidan por todos, y que el tiempo que se toma en ir a votar es una excusa de menor nivel, y que si la sociedad impone obligaciones en diversas áreas también lo debe hacer en esta, y el voto debe ser obligatorio (y recuerda que ser vocal de mesa es obligatorio para los que son convocados).
Una posición similar, pero menos categórica, dice que hay que asociar las obligaciones a los derechos y que si alguien quiere obtener un beneficio de la sociedad debe participar en su construcción, así el votar debería ser una exigencia para obtener subsidios, abrir cuentas de ahorro para la vivienda y otras actividades en las que las personas requieren del Estado.¿Recuerdan que así ocurría hasta 1973, en un sistema que funcionó con gran eficiencia?
¿Cuál camino tomará la sociedad? El nuevo Gobierno y el Parlamento tienen la palabra al respecto, lo importante es que la conversación y el debate sobre este tema no se olviden hasta que las elecciones municipales del 2016 lo vuelvan a poner de relieve.
Hoy tenemos información y estudios que pueden y deben ser considerados para abordar el problema.