Todos los candidatos presidenciales, con la sola excepción de la candidata oficialista, han puesto acento en la necesidad del país de generar cambios estructurales para alcanzar el verdadero desarrollo, los que, lógicamente, suponen transformaciones institucionales profundas, que deberían tener como marco un nuevo texto constitucional.
Precisamente, uno de los cambios estructurales fundamentales, en mi parecer, dice relación con la instalación (reinstalación) de un soporte institucional que le permita al país contar con un plan de desarrollo de largo plazo.
O dicho de otro modo, con una visión de país ampliamente compartida, que permita la implantación y continuidad de políticas, planes, programas y proyectos que son de la esencia del desarrollo, mirado integralmente, y que por cierto van más allá de los breves períodos presidenciales.
Extrañamente, y he sido testigo privilegiado de ello, Chile mantiene un importante prestigio a nivel internacional por su “capacidad de planificación”, tal vez como resabio de la buena práctica iniciada en el Gobierno de Frei Montalva con la creación de la Oficina de Planificación (ODEPLAN), luego devenida en ministerio de Planificación.
Precisamente, la ley de 1990 que creó este Ministerio, lo caracterizaba en su artículo primero como la “Secretaría de Estado encargada de colaborar con el Presidente de la República en el diseño y aplicación de políticas, planes y programas del desarrollo”, debiendo también cooperar con los intendentes regionales en las mismas tareas para el desarrollo regional.
Pero lo cierto es que si bien el mandato legal era claro, el giro del ministerio hacia la generación y articulación de programas destinados a erradicar la pobreza y brindar protección social a personas y grupos más vulnerables, labor de la mayor relevancia indudablemente, terminó “erradicando” la función de planificación.
Si bien mantuvo, y de muy buena manera, su labor en materia de evaluación de las inversiones públicas, como encargado del Sistema Nacional de Inversiones, lo cierto es que evaluar proyectos no es planear el desarrollo.De hecho, aquellos deberían estar en función de este.
Con la dictación en el año 2011 de la ley que creó el ministerio de Desarrollo Social, se sincera dicha situación, al eliminar en la nueva ley toda referencia a los planes de desarrollo nacional, enfocando su labor en el diseño y aplicación de políticas en materia de equidad y desarrollo social, siendo su centro mayor de responsabilidades específicas la administración, coordinación, supervisión y evaluación de la implementación del Sistema Intersectorial de Protección Social generado durante el Gobierno de la presidenta Bachelet.
Entonces, la pregunta que surge naturalmente es ¿quién en Chile es el encargado de mirar al futuro de manera integral y sistemática, buscando la coherencia y armonía entre los programas de desarrollo sectoriales y los de los distintos niveles territoriales en el largo plazo? Lo cierto es que no hay entidad alguna que tenga asignada esta tarea. En mi opinión, esto no sólo no habla bien del país sino que es una grave falencia que debe repararse en el próximo gobierno.
La propia Secretaria Ejecutiva de CEPAL, Alicia Bárcenas, resaltaba recientemente la importancia de la planificación para el desarrollo, caracterizándola como un proceso gubernamental integrador, explícito, organizado y participativo, para determinar los cursos de acción que un país debe emprender para el logro de objetivos de mediano y largo plazo, lo que supone una visión estratégica y definición de prioridades.
En sus palabras, “un proceso de planificación del siglo XXI debería incluir, por ejemplo, capacidad de coordinación entre niveles territoriales de gobierno, sectores productivos y actores públicos y privados, además de un esfuerzo permanente de evaluación, monitoreo y retroalimentación de los resultados de la política pública”.
Cierto es que esto último ha venido siendo una práctica de los gobiernos desde la década de los noventa, pero es evidente que la falta de planificación ha redundado en una serie de carencias y defectos en el diseño y aplicación de políticas públicas, como es fácil de apreciar en áreas tan sensibles como educación, descentralización, desarrollo urbano, energía y transportes.