La democracia es un orden político y social. Pero la democracia, en su significado ético-político, es mucho más que un principio de reglas destinadas a guiar los procesos colectivos. Hay, por tanto, una práctica democrática, que muchas veces está por debajo de la democracia ideal y solo, raramente la sobrepasa.
La crisis de la democracia, particularmente en Europa, se concentró prevalentemente en los años entre las dos guerras mundiales. Se trató de una crisis de civilización, de una crisis ético-política que destruyó los fundamentos mismos de estos regímenes democráticos, deslegitimizándolos en la opinión pública y en la conciencia colectiva.
Lo que fue barrido, especialmente con la llegada del fascismo, fue el estado de derecho, es decir aquella organización de la sociedad civil que se funda sobre los derechos y la autonomía del individuo como sujeto, libre e igual, del ordenamiento social.Es este estado de derecho, que nace de la Revolución Francesa, que fue destruido bajo la sombra de la imposición de los mitos y de los regímenes totalitarios.
Fue este estado de derecho, el fruto superior del liberalismo político y de la civilización europea del 1700 y del 1800, el que no tuvo ninguna posibilidad de acceso en la nueva organización política que se construyó en la Unión Soviética, en el nombre de la dictadura del proletariado. La Revolución Francesa no cruzó nunca las fronteras de la vieja Rusia, ni las de la URSS comunista y ello condicionó todo el desarrollo del llamado “socialismo real” en el mundo hasta los residuos de este en nuestros días.
Ciertamente, en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, la democracia política conoció una significativa expansión. Una parte, al menos, de su intrínseco patrimonio “subversivo” se tradujo en un sistema institucional específico. Aunque aparezca paradojal, la difusión de los regímenes democráticos, como señala Sartori, ha producido una “evaporación conceptual de la democracia” que debe ser clarificada.
La democracia es, antes que nada, el régimen político que tiende al máximo del desarrollo de las normas y procedimientos “laicos”, que proclama la transparencia de las libertades formales, las igualdades sustanciales. Que coloca, en el centro, personas que tienen el derecho a ocupar espacios y a condicionar los procesos de composición de los intereses y de la voluntad pública.
Su mayor elemento de novedad, respecto del pasado, es el sufragio universal de hombres y mujeres. Este es el elemento caracterizante de la “democracia de los modernos”. En el esquema liberal clásico tenían un rol central los procedimientos de organización del universo político, pero no lo tenía la dimensión y la amplitud de este universo.
El sufragio universal debe igualar a todos, independientemente del rol social, debe legitimar todos los proyectos de composición de la voluntad pública, sin que ninguno de ellos pueda ser discriminado, y auto regular a la propia democracia, en el sentido que debe incorporar sistemas electorales que den valor al ejercicio de la soberanía popular y los nuevos principios que el viejo liberalismo rechazaba: “una cabeza, un voto” y la más amplia y completa libertad de asociación política y sindical.
Este proceso, aún abierto, implica un proceso de modificación cualitativa del régimen político y se constituye en el principal aporte a la democracia que entra al siglo XXI.En esto, el verdadero punto de expansión es la ciudadanía que, obviamente, muta cualitativamente sus propios fundamentos.En la democracia ningún interés puede imponerse sin construir un nivel de consenso, sin una generalización político-jurídica, sin representar una clara dignidad moral.
Pero tal como lo señala Umberto Cerroni, la democracia está sujeta a reglas que condicionan su calidad y carácter: la primera regla es la del consenso, todo puede ser hecho si se obtiene el consenso del pueblo, nada sin él.
La segunda regla es la de la competición, para construir el consenso, todas las opiniones pueden y deben confrontarse entre ellas.
La tercera regla, es la de la mayoría, para calcular el consenso, se cuentan las cabezas, sin cortarlas, y la mayoría es la ley.
La cuarta regla, es la de la minoría.Si no obtienes la mayoría y eres minoría, no estás fuera de la ciudad, puedes ser el jefe de la oposición y prepararte para derrotar a la mayoría en el próximo enfrentamiento. Esta constituye, a su vez, la regla de la alternancia, de la posibilidad para todos de dirigir el país.
La quinta regla, es la del control, la democracia es controlable. La sexta regla, es la de la legalidad, no sólo tenemos que fundar las leyes en el consenso, sino la misma carrera por el consenso debe fundarse en las leyes y por tanto en la legalidad.
La séptima regla, es la de la responsabilidad, tienes derecho a reivindicar cualquier interés particular, pero a condición de que sea un común denominador sobre el cual se pueda construir el interés general de la comunidad.
Estas reglas son establecidas para garantizar la reproducción de la democracia y por tanto el proceso permanente de afirmación de libertad y de igualdad entre los hombres, y funciona, fundamentalmente, para garantizar una democracia representativa.
Norberto Bobbio, subraya que, la participación de los ciudadanos no depende sólo de reglas, sino esencialmente de valores que la democracia es capaz de transparentar y difundir.
El primer valor, es el de la tolerancia, la superación de los fanatismos, de la vieja convicción de poseer, al unísono, la verdad y la fuerza para imponerla. Consecuencialmente, el otro, es el de la no violencia.
Popper, dice que un gobierno democrático se distingue de uno no democrático en que en el primero los ciudadanos pueden desembarazarse de sus gobernantes sin que medie un enfrentamiento armado. El tercero, es el ideal de la renovación gradual de la sociedad a través del libre debate de las ideas, del cambio de mentalidad y del modo de vivir.
A partir de esta visión, la sociedad política, y la política misma, es un proyecto que debe ser reconstruido continuamente, un proyecto no definitivo y, por tanto, susceptible de ser revisado permanentemente. La democracia misma debe ser entendida como conflictual.
A partir de las conquistas democráticas del siglo XX y de la gran revolución comunicacional que caracteriza el inicio del siglo XXI, la inspiración progresista debe trabajar porque, se pueda construir un proyecto de contrato social más avanzado del neo contratualismo liberal, que incluya, en sus cláusulas, una democracia que debe ser participativa de la ciudadanía más allá del voto, un principio de justicia distributiva y de sociedades y seres humanos capaces de administrar una mayor cuota de libertad individual.
El siglo XXI inició adoptando la democracia sin adjetivo, como jerga oficial de la política, “como enigma resuelto de todas las constituciones”como diría Marx.
El gran tema es como difundir derechos de acceso a la información en la sociedad digital que permita la igualdad de derechos políticos en una nueva sociedad de masas, como garantizar el equilibrio de los poderes y las opciones en sociedades desiguales, como construir una pluralidad que ya no es solo política o partidista sino más universal, como asociar la protección de las pretensiones de cada uno con una verdadera gobernabilidad democrática, como universalizar e internalizar una profunda cultura de los límites y de la complejidad en medio de la sociedad global.
Esto porque en el siglo XXI , los malestares e indignaciones que lo recorren, han abierto la estación de los nuevos derechos que tienen que ver con la paz, el ambiente, la información, los derechos reproductivos, la no manipulación, el tiempo, la diferencia, la cultura de la tolerancia.
Se trata de derechos meta- individuales, “de cultura”, que ninguno puede gozar si no lo gozan los demás.
La democracia tiene nuevos desafíos y ellos no se resuelven volviendo a colocar adjetivos formales de supuesta radicalización, sino potenciando su contenido, la riqueza de una política ubicada en la esfera de una ética pública que supera la estrechez de una visión mercantilista de la vida y de los procesos sociales.