Vivimos un mundo nuevo y salvaje, no “feliz” como en la mala traducción del título de la famosa novela utópica-irónica de Aldous Huxley (“A brave new world”, 1932), en que el vocablo “brave” debiera haber sido traducido como espléndido o admirable, adjetivos que considero que, en principio, tampoco aplican al caso.
En nuestro tiempo, particularmente desde las últimas dos décadas del siglo XX y en esta primera parte de nuestro siglo XXI, hemos vivido y estamos viviendo un fenómeno complejo, sutil, de naturaleza esencialmente cultural, lento, casi silencioso, que está modificando las actitudes, conductas y valores de una gran masa de población, en todas partes del planeta. Ello ocurre en los ámbitos individuales-sexuales-matrimoniales y en el ámbito societal.
Así, antes, hace poco en realidad, existían simplemente dos sexos: hombre y mujer.
Existía por cierto también la homosexualidad pero no era un sexo distinto sino una situación especial, rara, incorrecta, que más bien debía ocultarse y que no se expresaba abiertamente.
Ahora no existen más simplemente esas categorías de sexo masculino y femenino sino el género. El vocablo género era antes aplicado al tocuyo, el casimir y la gamuza, pero ahora, merced al cambio cultural al que me refiero, existen hombre, mujer, bisexual, homosexual, lesbiana, transexual y algún otro sexo/género que se me escapa.
Todos estos géneros son reconocidos como propios y naturales de la sexualidad y naturaleza humana, se expresan abiertamente y exigen respeto para no solo su existencia y expresión abierta, sino también para sus actividades proselitistas en favor de esas otras preferencias de género u orientación sexual.
El matrimonio era entre un hombre y una mujer, y la intención fundamental, muchas veces hecha realidad, era que el vínculo matrimonial sería para toda la vida.
Ahora se pretende que los contrayentes no necesariamente puedan ser un hombre y una mujer sino que personas del mismo género o de distintos géneros.
En todo caso, al parecer, muchos desean contraer matrimonio pero solamente para poder ejercer el derecho a divorciarse.
Antes la relación sexual consideraba seriamente la posibilidad de que se concibiera un nuevo ser humano, el que debía ser respetado, traído a la vida y cuidado con dedicación y afecto. Hoy, ni lo uno ni lo otro.
La relación sexual parece tener por único objetivo el placer -el cual está bien, por cierto, pero no como único fin, a mi juicio- y si se produce una concepción no deseada, ni programada la alternativa puede ser simplemente matar a la creatura por la vía del aborto.
Los cambios en estas materias son de gran profundidad. Sin embargo, nos guste o no, la cultura greco-romano-judeo-cristiana-occidental fue fundada y se mantuvo por siglos sobre la base del matrimonio y la familia.
Si la concepción establecida para estas instituciones está en crisis y ellas terminan por desaparecer, se derrumbará algo muy fundamental de lo que hemos conocido y desarrollado por siglos y, además, debemos tener en consideración que no está claro qué la reemplazaría.
En el plano social y político la generación anterior, o la elite de esa generación al menos, sostuvo alternativas propias de una crítica intensa y contestataria al sistema socio-económico y político vigente, sea por medio de cambios del tipo reforma o del cambio revolucionario.
La generación de hoy parece tener como tendencia prevaleciente y como regla general, sobre todo y en primer lugar, “hacerse rico” dentro de las reglas del juego, a la brevedad posible. Todo ello ignorando o no haciendo mucho caso a las enormes diferencias socio-económicas insertas de manera casi indeleble en el sistema al cual uno se adapta y dentro del cual trata de hacerse rico. Además, enseguida de la adaptación y una vez hecho rico, hay que consumir y consumir.
Esto último, conviene anotar, es obligatorio hacerlo aún sin ser rico, por la vía de acumular deudas de todas clases, básicamente de plástico. De esta manera, y de muchas otras en realidad, se expresa un predominio indiscutido e indiscutible de la dimensión económica de la vida en sociedad, que caracteriza muy centralmente el cambio cultural a que me refiero.
De otro lado, la generación anterior estuvo acostumbrada a la radio y a la televisión en la última mitad del siglo XX y a los medios de comunicación tradicionales, persona-a-persona, la correspondencia escrita, el teléfono, por ejemplo. Y se comunicaba, mucho, en materias sustantivas.
La de hoy tiene una inmensa variedad de medios de comunicación y se comunica intensamente, casi febrilmente diría, pero solamente para eso, para comunicarse, sin que interese, ni importe demasiado el contenido sino solamente la utilización del medio de comunicación, el continente.
En este sentido puede argumentarse que nunca habían existido tantos medios de comunicación para comunicar tan poco. “Twitter”, red social creada tan recientemente como en el año 2006, es un ejemplo de esto último: no se pueden enviar comunicaciones de más de 140 caracteres; muy pocos para decir algo de mayor profundidad o sustancia, evidentemente.
De otro lado, el mundo de las relaciones internacionales era hasta hace poco algo bastante limitado, que decía relación con los vecinos más cercanos y el omnipresente y potente país del Norte, los Estados Unidos, con su enorme influencia política y cultural (sin ignorar por cierto Europa Occidental y la influencia de la Unión Soviética para algunos sectores).
Para la generación actual el mundo es un pañuelo, una aldea grande, al alcance expedito de los medios, un mundo global y globalizado, enorme, pero que está aquí mismo, al alcance de la mano, por así expresarlo. O, visto desde otro ángulo, se trata de una generación que está bajo el alcance y la influencia poderosa de ciertos modos de vivir, actitudes, conductas y valores de carácter global.
“Last but not least” -por último, aunque no en importancia, según mis preferencias valóricas- considero relevante señalar que, en general, para la generación anterior Dios y la religión judeo-cristiana, el catolicismo en nuestro caso, no solo existían sino que constituían una inspiración esencial de las actitudes, conductas y valores. Importaban e inspiraban, o así fue para al menos un segmento grande de la juventud y adultos de la época anterior.
En el nuevo mundo que va surgiendo no es que Dios y el cristianismo no existan. Existen.
Pero no están inspirando y dando su impronta a la vida del día a día, dándole un sello a las actitudes, conductas y valores que en su esencia terminan, culturalmente, conformando, dando su identidad, a la sociedad. La inspiración misma subsiste pero no está presente, culturalmente hablando.
Por otra parte, si bien la inspiración asociada a la creencia en la existencia de un Dios de quien todo proviene, y del cristianismo como fuerza plasmadora de la cultura, están tendiendo a declinar e incluso podrían desaparecer, no está claro qué la reemplazará.
Es en este sentido más profundo que utilizo y aplico el vocablo “salvaje” del título de este artículo al nuevo mundo que lenta, pero de modo persistente va surgiendo en el siglo XXI.
Al respecto considero que existe un gran riesgo: que el nuevo mundo sea inspirado por un conjunto de ideas y orientaciones que no respeten la vida y dignidad de toda persona.
Como sabemos, el siglo XX experimentó dos de esas corrientes deshumanizadoras: el nazismo y el colectivismo marxista, con sus campos de concentración y sus gulags, respectivamente.
Expresado todo lo anterior, reconozco también que ese nuevo y salvaje mundo y cultura que va emergiendo contiene también oportunidades, a las que me referiré en una segunda y última opinión sobre esta misma materia.